Da la casualidad de que ha aterrizado sobre la silla de tal forma que tiene la cabeza vuelta hacia la estancia, y a medida que la frecuencia de su respiración va disminuyendo y acaba siendo más o menos normal, empieza a pasear la mirada por la cocina hasta que finalmente atisba el cacillo quemado en el suelo. Ese fue el comienzo de todo, piensa, el primer contratiempo que ha conducido a todos los demás en este día de interminables percances, pero mientras sigue observando el renegrido cacharro de aluminio al otro lado de la estancia, sus pensamientos, alejándose despacio de los estúpidos batacazos de esta mañana, retornan al pasado, a ese remoto ayer que titila en los márgenes de la memoria, y poco a poco, de forma minúscula cada vez, va recordándolo todo, el mundo perdido de Entonces, y ahí lo tenemos, con su físico de veinte años sin desarrollar del todo, un humilde estudiante de primero de carrera en el Upper West Side de Manhattan en busca de algunas cosas para el primer apartamento en el que va a vivir solo, de camino a la tienda Goodwill de Amsterdam Avenue a comprar todos los utensilios de cocina de segunda mano que le quepan en el aparador de su microscópica cocina, y en aquel establecimiento rancio pero abarrotado de cosas, de paredes amarillentas y tenues luces fluorescentes, fue donde vio por primera vez a Anna, la chica de ojos luminosos que todo lo veían, con no más de dieciocho años y también estudiante del barrio.
No intercambiaron una sola palabra, solo un par de recíprocas miradas, calibrándose, explorando las posibles ventajas e inconvenientes que podrían surgir o no, si es que ocurría algo, una pequeña sonrisa de ella, una pequeña sonrisa de él, pero aquello fue todo y entonces ella se marchó en aquella tarde de septiembre mientras don Tímido se quedó allí parado como un idiota —lo que era y sigue siendo—, y acabó comprando aquel horrible cacillo de aluminio que le costó diez centavos y le ha acompañado todos estos años hasta su extinción final esta mañana.
Pasaron ocho meses hasta que volvió a encontrarse con ella, pero la reconoció, desde luego, y por motivos que le siguen resultando incomprensibles, ella también lo recordaba a él, y entonces empezó todo, poco a poco al principio, hasta que cinco años después se casaron y empezó la verdadera vida de Baumgartner, su primera y única vida que duró hasta nueve veranos atrás, cuando Anna se zambulló en el mar en Cape Cod y se topó con la cresta monstruosa y feroz de esa ola que le rompió la espalda y la mató, y desde aquella tarde, desde aquella tarde…, no, dice Baumgartner para sus adentros, no debes recordar eso ahora, imbécil, pedazo de mierda, aguanta y aparta la vista del cacillo, idiota, o te estrangulo y te mato con mis propias manos.
PAUL AUSTER - "Baumgartner" - (1923)
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