Cosas que recuerdo de Victoria desde esta habitación acristalada, desde esta burbuja de aire que no es nada: le gustaba la música new age, los jardines japoneses y leer filosofía barata. Dicho así parece que fuera gilipollas, pero no lo era en absoluto.
Nos conocimos la segunda semana de clase en el instituto. Ya se habían formado grupos, estaban los populares, estaban los que hacían su vida y estábamos los perdedores sin amigos, como yo, que habíamos transitado de la infancia a la adolescencia en soledad y al empezar el bachillerato en un centro nuevo vagábamos durante el recreo, como corderitos, buscando una madre. Victoria era de los que son tan pero que tan molones que pueden hacer lo que les dé la gana. Se me sentó al lado en clase de dibujo técnico, me pidió el compás y me hizo muchas preguntas. De dónde vienes tú. Qué te interesa.
Nadie me había preguntado jamás qué me interesaba. Era una pregunta tan sofisticada, tan adulta, que me quedé muda. Aunque eso era lo normal, yo no solía hablar mucho. Desde mi primera infancia, la gente de mi edad me parecía idiota y cruel a partes iguales. No tuve hermanos, así que mis padres llenaron la casa de sobreprotección y ternura. Mi socialización fuera del colegio comenzó a los ocho años una vez que mis padres me llevaron a pasar la tarde en casa de unos vecinos con hijos. Cuando los adultos se fueron al cine los otros niños me ataron a una silla y jugaron a torturarme con una aguja de tejer. Nunca les dije nada a mis padres, pero no olvidé el sudor y los pinchazos y, sobre todo, la sensación desconocida en el estómago, una oleada de angustia que se extendía por todos los miembros de mi cuerpo como un lodo inmundo, mientras comprendía que alguien con mucha menos inteligencia que yo podía acabar conmigo si se lo proponía. El mundo exterior era un lugar inhóspito con unas reglas absurdas, todos eran animales. Así que me refugié en mí misma y no confié en nadie.
Hasta que llegó Victoria con esa pregunta: qué te interesa. Lo dijo con voz suave, casi maternal. Y no se fue aunque no le contesté, solo miré sus ojos de liquen, y ella me miró y sonrió, y no se fue. Supo ver más allá de mi torpeza, y me adoptó. A partir de ahí, no tuve que preocuparme por nada. Tenía una amiga.
LUCÍA LIJTMAER - "Cauterio" - (2022)
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