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domingo, 20 de octubre de 2024

PODÍAS MORIRTE INCLUSO DE COSAS QUE PARECÍAN NORMALES


Lila apareció en mi vida en primer curso de primaria y enseguida me impresionó porque era muy mala. Todas éramos un poco malas en esa clase, aunque solo cuando la maestra Oliviero no nos veía. Pero ella era mala siempre. Una vez rompió en mil pedazos el papel secante, luego metió los trocitos de uno en uno por el agujero del tintero, después se puso a pescarlos con el plumín y a lanzárnoslos. A mí me alcanzó dos veces en el pelo y una vez en el cuello blanco. La maestra chilló como sabía hacer ella, con su voz de aguja, larga y afilada, que nos aterraba, y como castigo le ordenó enseguida que se pusiera detrás de la pizarra. Lila no obedeció y ni siquiera pareció asustarse, al contrario, siguió lanzando por doquier pedacitos de papel secante empapados en tinta. Entonces, la maestra Oliviero, una mujer grandota que nos parecía muy vieja aunque apenas pasaba de los cuarenta, se bajó de la tarima amenazándola, tropezó no se sabe bien con qué, perdió el equilibrio y al caer se golpeó la cara contra el canto de un pupitre. Quedó tendida en el suelo, parecía muerta.

   No recuerdo qué ocurrió inmediatamente después; solo recuerdo el cuerpo inmóvil de la maestra, un bulto oscuro, y a Lila que la miraba con cara seria.



   Guardo en la memoria muchos incidentes como este. Vivíamos en un mundo en el que, con frecuencia, niños y adultos sufrían heridas que sangraban, luego venía la supuración y a veces se morían. Una de las hijas de la señora Assunta, la verdulera, se hirió con un clavo y murió de tétanos. El hijo menor de la señora Spagnuolo se murió de crup. Un primo mío, que tenía veinte años, fue una mañana a palear escombros y por la tarde murió aplastado, echando sangre por las orejas y la boca. El padre de mi madre se mató al caer de un andamio de un edificio en construcción. Al padre del señor Peluso le faltaba un brazo, se lo había cortado el torno a traición. La hermana de Giuseppina, la esposa del señor Peluso, murió de tuberculosis con veintidós años. El hijo mayor de don Achille —no lo había visto en mi vida y aun así me parecía recordarlo— había ido a la guerra y se murió dos veces, primero ahogado en el océano Pacífico, después devorado por los tiburones. La familia Melchiorre al completo había muerto abrazada, gritando de miedo, en pleno bombardeo. La vieja señora Clorinda se había muerto respirando gas en lugar de aire. Giannino, que iba a cuarto cuando nosotras cursábamos primero, se murió un día porque al encontrar una bomba, la había tocado. Luigina, con la que habíamos jugado en el patio o tal vez no, y era solamente un nombre, se había muerto de tifus petequial. 



Así era nuestro mundo, estaba lleno de palabras que mataban: el crup, el tétanos, el tifus petequial, el gas, la guerra, el torno, los escombros, el trabajo, el bombardeo, la bomba, la tuberculosis, la supuración. El origen de los muchos miedos que me han acompañado toda la vida se remontan a esos vocablos y a esos años.

   Podías morirte incluso de cosas que parecían normales. Por ejemplo, podías morirte si sudabas y después bebías agua fría del grifo sin antes haberte mojado las muñecas, porque entonces te cubrías de puntitos rojos, te daba la tos y ya no podías respirar. Podías morirte si comías cerezas negras sin escupir los huesos. Podías morirte si mascabas chicle y sin querer te lo tragabas. Podías morirte sobre todo si te dabas un golpe en la sien. La sien era un sitio fragilísimo, todas teníamos mucho cuidado con eso. Bastaba con una pedrada, y las pedradas eran la norma. A la salida de la escuela una pandilla de chicos que venían del campo, capitaneada por uno que se llamaba Enzo o Enzuccio, uno de los hijos de Assunta, la verdulera, empezó a tirarnos piedras. Estaban ofendidos porque nosotras éramos más aplicadas que ellos. Cuando llegaban las pedradas todas salíamos corriendo, pero Lila no, seguía andando a paso normal y a veces incluso se detenía. Se le daba muy bien analizar la trayectoria de las piedras y esquivarlas con un movimiento tranquilo, hoy diría que elegante. Tenía un hermano mayor y quizá había aprendido de él, no sé; yo también tenía hermanos pero más pequeños que yo y de ellos no había aprendido nada. Sin embargo, cuando me daba cuenta de que se había rezagado, aunque tenía mucho miedo, me paraba y la esperaba.

   Ya entonces había algo que me impedía abandonarla. No la conocía bien, nunca nos habíamos dirigido la palabra y aun así estábamos enzarzadas en una competición continua, en clase y fuera. Pero sentía confusamente que si hubiese salido corriendo junto a las demás, le habría dejado a ella algo mío que luego no me devolvería nunca.

ELENA FERRANTE - "La amiga estupenda" - (2012)


Imágenes: Mike Tinney & Alex Hammond

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