Llevábamos dos semanas en la ciudad. Olfateábamos la capital, la estrujábamos, la recorríamos como quien recorre unas brasas: saltando por encima de las hogueras, yendo de acá para allá sin rumbo, participando en los gritos, entrando y saliendo de los sitios no para disfrutarlos, sino para presentarnos, para hacernos familiares allí; había algo de insolencia, de decir «a partir de ahora todo esto será nuestro y vosotros lo administraréis». Así era como había que conocer Madrid, como quien atraca una pastelería. Teníamos el dinero que mi padre había ingresado en la cuenta común para que nos buscásemos la vida un año, para que pudiésemos arreglárnoslas solos. Yo era ya por fin, fuera de Pontevedra, uno de esos pijos desocupados cuyos padres invierten en ellos: las ganancias para mí, las pérdidas a cuenta de la familia. Encontramos un buen alquiler en la calle General Pardiñas, al lado del intercambiador de la avenida de América; seguíamos con las mismas ganas de vivir juntos de principio a fin, sin desaprovechar escapadas, vacaciones o fines de semana. Contábamos, sobre todo, con una edad impresionante: veinticinco años ella, veintiséis yo. Los estudiantes eran unos críos; los curritos, unos viejos. Solo nosotros éramos jóvenes en Madrid. Para ser joven en la capital había que disponer de dinero y tiempo, y durante un año tendríamos ambas cosas.
MANUEL JABOIS - "Mirafiori" - (2023)
Imágenes: Rodrigo Oñate Roco
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