Desapegos y otras ocupaciones.

jueves, 31 de octubre de 2024

LAS VEJIGAS ESPERARÁN


Por la hendija de la puerta puedo ver una pequeña hilera de mujeres controlando muy fuerte sus vejigas. El tiempo pasa rápido para ellas y muy lento para mí. Vuelvo a cerrar los ojos pero es inútil, la respiración no se normalizará. Ahora creo que veo un poco blanco, un poco negro. Dejo de sostener la puerta y subo las piernas sobre el inodoro, como si intentara protegerme de un ataque de tiburones debajo de mi bote.

     Al grito de «¡Dale, forra! ¡Mirá el tiempo que nos estás haciendo perder!» se abre la puerta de una patada voraz. La traba de metal cede porque se ve bastante podrida. La madera de la puerta también. Las paredes chorrean humedad como si alguien se estuviera duchando. Ahí detrás, como recortadas, puedo ver a tres chicas de menos de veinte con polleras mini y piernas duras. Las tres llevan zapatos de taco alto, los labios rojos, bolsos cruzados. Es difícil diferenciarlas entre sí. Bien podrían ser hermanas o experimentos.

 


En el primer instante veo furia en sus caras, pero eso después se transforma, demasiado rápido, en curiosidad. Lo que ven sus ojos es a una mujer de casi cuarenta años que se arregló para salir, con los ojos semicerrados, abrazada a sus piernas como si el peligro estuviera en todas partes. Nos quedamos las cuatro en silencio un instante. La música sigue llegando desde allá afuera. Sigue siendo una masa uniforme de altibajos y autotune. Les digo que no soy ninguna forra, que simplemente me acaban de abandonar. Puedo ver que se miran entre ellas, apenas. Una deja caer su bolso de lentejuelas al piso y se agacha para mirarme de cerca. La otra pide que la hilera de mujeres que se armó para mear se desoriente un rato, que me den un poco de aire, por favor. Las mujeres hacen caso. Pareciera que algo entienden, que no necesitan mucha más explicación. Las vejigas esperarán. La tercera amiga simplemente agacha el torso y me abraza. Nos quedamos así un rato. Yo no logro llorar pero estoy cómoda ahí, en el roce de su campera de cuero y el ruido de su joyería. Podemos oler el Cif desinfectante que viene de la tapa del inodoro mezclado con los bollos de papel higiénico que otras chicas dejaron caer al suelo. La pista de baile arde como un eczema.

CAMILA FABBRI - "La reina del baile" - (2023)


Imágenes: Stanford News

martes, 29 de octubre de 2024

SÍNDROME DEL MIEMBRO FANTASMA


Baumgartner está trabajando en una idea nueva. Es junio, y con su librito sobre Kierkegaard terminado y la lesionada rodilla casi sin dolerle ya, ahonda en el complejo e insoluble enigma psicosomático llamado síndrome del miembro fantasma. Sospecha que esa idea se le metió en la cabeza en abril, cuando Rosita le dijo lo del accidente de su padre con la sierra circular, porque si bien la niña no sabía lo suficiente para darle más detalles, durante las horas siguientes Baumgartner rellenó los huecos por su cuenta, repitiéndose mentalmente la sangrienta escena tan a menudo que era como si hubiese visto con sus propios ojos cómo la hoja cercenaba la carne del carpintero. Por fortuna, volvieron a coserle los dos dedos cortados aquella misma mañana, pero según se enteró Baumgartner más adelante, en casos de amputación permanente casi todo aquel que pierde un brazo o una pierna continúa sintiendo durante años que el miembro perdido sigue unido a su cuerpo, acompañado de cierto dolor agudo, picores, espasmos involuntarios y la sensación de que el miembro en cuestión ha encogido o se lo han retorcido hasta dejarlo en una posición insoportable. Con su diligencia habitual, Baumgartner ha leído publicaciones médicas sobre el tema, estudiando la obra de Mitchell, Sacks, Melzack, Pons, Hull, Ramachandran, Collins, Barbin y otros muchos, si bien comprende que su verdadero interés no radica tanto en los aspectos biológicos o neurológicos del síndrome como en su capacidad de servir de metáfora de la pérdida y el dolor humano.



   Es el tropo que Baumgartner viene buscando desde la muerte súbita e inesperada de Anna hace diez años, la analogía más convincente y decisiva para describir lo que le ha pasado desde aquella tarde de calor y viento de agosto de 2008, cuando a los dioses se les antojó robarle a su mujer en pleno vigor de su aún joven naturaleza, y así, de paso, arrancar las extremidades a Baumgartner, las cuatro, brazos y piernas, juntas y al mismo tiempo, y si la cabeza y el corazón escaparon a la arremetida solo fue porque los dioses, perversos y burlones, le concedieron el dudoso derecho de seguir viviendo sin ella. Ahora es un muñón humano, un hombre demediado que ha perdido una parte de sí mismo y ya no está entero, y desde luego los miembros perdidos siguen ahí, y le siguen doliendo, le duelen tanto que a veces tiene la sensación de que su cuerpo está a punto de incendiarse y consumirse.

   Durante los seis primeros meses vivió en un estado de tan profunda confusión que a veces se despertaba por la mañana y se olvidaba de que Anna estaba muerta. Siempre era la primera en levantarse, de pie y en danza al menos cuarenta minutos o una hora antes de que él lograra abrir los ojos, de manera que estaba acostumbrado a levantarse de la cama vacía y entrar como un sonámbulo en la cocina desierta para prepararse un tazón de café, las más de las veces acompañado por el sonido de la máquina de escribir de Anna, que tecleaba débilmente en el pequeño cuarto de la planta baja, al fondo, o por los pasos de ella, que resonaban en alguna de las habitaciones de arriba, o bien no había ningún ruido, lo que solo significaba que estaba leyendo un libro, mirando por la ventana o dedicándose a otra cosa, a alguna actividad silenciosa en otra parte de la casa. 

PAUL AUSTER - "Baumgartner" - (2023)


Imágenes: Jaume Montserrat

domingo, 27 de octubre de 2024

EL MUNDO PERDIDO DE ENTONCES

 


Da la casualidad de que ha aterrizado sobre la silla de tal forma que tiene la cabeza vuelta hacia la estancia, y a medida que la frecuencia de su respiración va disminuyendo y acaba siendo más o menos normal, empieza a pasear la mirada por la cocina hasta que finalmente atisba el cacillo quemado en el suelo. Ese fue el comienzo de todo, piensa, el primer contratiempo que ha conducido a todos los demás en este día de interminables percances, pero mientras sigue observando el renegrido cacharro de aluminio al otro lado de la estancia, sus pensamientos, alejándose despacio de los estúpidos batacazos de esta mañana, retornan al pasado, a ese remoto ayer que titila en los márgenes de la memoria, y poco a poco, de forma minúscula cada vez, va recordándolo todo, el mundo perdido de Entonces, y ahí lo tenemos, con su físico de veinte años sin desarrollar del todo, un humilde estudiante de primero de carrera en el Upper West Side de Manhattan en busca de algunas cosas para el primer apartamento en el que va a vivir solo, de camino a la tienda Goodwill de Amsterdam Avenue a comprar todos los utensilios de cocina de segunda mano que le quepan en el aparador de su microscópica cocina, y en aquel establecimiento rancio pero abarrotado de cosas, de paredes amarillentas y tenues luces fluorescentes, fue donde vio por primera vez a Anna, la chica de ojos luminosos que todo lo veían, con no más de dieciocho años y también estudiante del barrio.



No intercambiaron una sola palabra, solo un par de recíprocas miradas, calibrándose, explorando las posibles ventajas e inconvenientes que podrían surgir o no, si es que ocurría algo, una pequeña sonrisa de ella, una pequeña sonrisa de él, pero aquello fue todo y entonces ella se marchó en aquella tarde de septiembre mientras don Tímido se quedó allí parado como un idiota —lo que era y sigue siendo—, y acabó comprando aquel horrible cacillo de aluminio que le costó diez centavos y le ha acompañado todos estos años hasta su extinción final esta mañana.



   Pasaron ocho meses hasta que volvió a encontrarse con ella, pero la reconoció, desde luego, y por motivos que le siguen resultando incomprensibles, ella también lo recordaba a él, y entonces empezó todo, poco a poco al principio, hasta que cinco años después se casaron y empezó la verdadera vida de Baumgartner, su primera y única vida que duró hasta nueve veranos atrás, cuando Anna se zambulló en el mar en Cape Cod y se topó con la cresta monstruosa y feroz de esa ola que le rompió la espalda y la mató, y desde aquella tarde, desde aquella tarde…, no, dice Baumgartner para sus adentros, no debes recordar eso ahora, imbécil, pedazo de mierda, aguanta y aparta la vista del cacillo, idiota, o te estrangulo y te mato con mis propias manos.

PAUL AUSTER - "Baumgartner" - (1923)


Imágenes: Pierre Carreau

viernes, 25 de octubre de 2024

DICHO ASÍ PARECE QUE FUERA GILIPOLLAS

 


Cosas que recuerdo de Victoria desde esta habitación acristalada, desde esta burbuja de aire que no es nada: le gustaba la música new age, los jardines japoneses y leer filosofía barata. Dicho así parece que fuera gilipollas, pero no lo era en absoluto.

   Nos conocimos la segunda semana de clase en el instituto. Ya se habían formado grupos, estaban los populares, estaban los que hacían su vida y estábamos los perdedores sin amigos, como yo, que habíamos transitado de la infancia a la adolescencia en soledad y al empezar el bachillerato en un centro nuevo vagábamos durante el recreo, como corderitos, buscando una madre. Victoria era de los que son tan pero que tan molones que pueden hacer lo que les dé la gana. Se me sentó al lado en clase de dibujo técnico, me pidió el compás y me hizo muchas preguntas. De dónde vienes tú. Qué te interesa.



   Nadie me había preguntado jamás qué me interesaba. Era una pregunta tan sofisticada, tan adulta, que me quedé muda. Aunque eso era lo normal, yo no solía hablar mucho. Desde mi primera infancia, la gente de mi edad me parecía idiota y cruel a partes iguales. No tuve hermanos, así que mis padres llenaron la casa de sobreprotección y ternura. Mi socialización fuera del colegio comenzó a los ocho años una vez que mis padres me llevaron a pasar la tarde en casa de unos vecinos con hijos. Cuando los adultos se fueron al cine los otros niños me ataron a una silla y jugaron a torturarme con una aguja de tejer. Nunca les dije nada a mis padres, pero no olvidé el sudor y los pinchazos y, sobre todo, la sensación desconocida en el estómago, una oleada de angustia que se extendía por todos los miembros de mi cuerpo como un lodo inmundo, mientras comprendía que alguien con mucha menos inteligencia que yo podía acabar conmigo si se lo proponía. El mundo exterior era un lugar inhóspito con unas reglas absurdas, todos eran animales. Así que me refugié en mí misma y no confié en nadie.

   Hasta que llegó Victoria con esa pregunta: qué te interesa. Lo dijo con voz suave, casi maternal. Y no se fue aunque no le contesté, solo miré sus ojos de liquen, y ella me miró y sonrió, y no se fue. Supo ver más allá de mi torpeza, y me adoptó. A partir de ahí, no tuve que preocuparme por nada. Tenía una amiga.

LUCÍA LIJTMAER - "Cauterio" - (2022)


Imágenes: Owen Gent

miércoles, 23 de octubre de 2024

COMO QUIEN ATRACA UNA PASTELERÍA


 Llevábamos dos semanas en la ciudad. Olfateábamos la capital, la estrujábamos, la recorríamos como quien recorre unas brasas: saltando por encima de las hogueras, yendo de acá para allá sin rumbo, participando en los gritos, entrando y saliendo de los sitios no para disfrutarlos, sino para presentarnos, para hacernos familiares allí; había algo de insolencia, de decir «a partir de ahora todo esto será nuestro y vosotros lo administraréis». Así era como había que conocer Madrid, como quien atraca una pastelería. Teníamos el dinero que mi padre había ingresado en la cuenta común para que nos buscásemos la vida un año, para que pudiésemos arreglárnoslas solos. Yo era ya por fin, fuera de Pontevedra, uno de esos pijos desocupados cuyos padres invierten en ellos: las ganancias para mí, las pérdidas a cuenta de la familia. Encontramos un buen alquiler en la calle General Pardiñas, al lado del intercambiador de la avenida de América; seguíamos con las mismas ganas de vivir juntos de principio a fin, sin desaprovechar escapadas, vacaciones o fines de semana. Contábamos, sobre todo, con una edad impresionante: veinticinco años ella, veintiséis yo. Los estudiantes eran unos críos; los curritos, unos viejos. Solo nosotros éramos jóvenes en Madrid. Para ser joven en la capital había que disponer de dinero y tiempo, y durante un año tendríamos ambas cosas.

MANUEL JABOIS - "Mirafiori" - (2023)


Imágenes: Rodrigo Oñate Roco

lunes, 21 de octubre de 2024

NO SIENTO NOSTALGIA DE NUESTRA NIÑEZ


No siento nostalgia de nuestra niñez, está llena de violencia. Nos pasaba de todo, en casa y fuera, a diario, pero no recuerdo haber pensado nunca que la vida que nos había tocado en suerte fuese especialmente fea. La vida era así y punto; crecíamos con la obligación de complicársela a los demás antes de que nos la complicaran a nosotras. Sin duda, a mí me hubieran gustado los modales amables que predicaban la maestra y el párroco, pero sentía que esos modales no eran los adecuados para nuestro barrio, aunque fueras niña. Las mujeres peleaban entre ellas más que los hombres, se agarraban de los pelos, se hacían daño. Hacer daño era una enfermedad. De niña imaginaba que unos animales pequeñísimos, casi invisibles, venían de noche al barrio, salían de las charcas, de los vagones de los trenes abandonados más allá del terraplén, de las hierbas malolientes llamadas fétidas, de las ranas, de las salamandras, de las moscas, de las piedras, del polvo, y entraban en el agua, en la comida y el aire, para que nuestras madres y nuestras abuelas se volvieran rabiosas como perras sedientas. Estaban más contaminadas que los hombres, porque ellos se enfurecían por cualquier cosa pero al final se calmaban, mientras que ellas, en apariencia silenciosas y complacientes, cuando se enfadaban iban hasta el fondo de su rabia sin detenerse nunca.
  

ELENA FERRANTE - "La amiga estupenda" - (2012)


Imágenes: Mike Tinney & Alex Hammond

domingo, 20 de octubre de 2024

PODÍAS MORIRTE INCLUSO DE COSAS QUE PARECÍAN NORMALES


Lila apareció en mi vida en primer curso de primaria y enseguida me impresionó porque era muy mala. Todas éramos un poco malas en esa clase, aunque solo cuando la maestra Oliviero no nos veía. Pero ella era mala siempre. Una vez rompió en mil pedazos el papel secante, luego metió los trocitos de uno en uno por el agujero del tintero, después se puso a pescarlos con el plumín y a lanzárnoslos. A mí me alcanzó dos veces en el pelo y una vez en el cuello blanco. La maestra chilló como sabía hacer ella, con su voz de aguja, larga y afilada, que nos aterraba, y como castigo le ordenó enseguida que se pusiera detrás de la pizarra. Lila no obedeció y ni siquiera pareció asustarse, al contrario, siguió lanzando por doquier pedacitos de papel secante empapados en tinta. Entonces, la maestra Oliviero, una mujer grandota que nos parecía muy vieja aunque apenas pasaba de los cuarenta, se bajó de la tarima amenazándola, tropezó no se sabe bien con qué, perdió el equilibrio y al caer se golpeó la cara contra el canto de un pupitre. Quedó tendida en el suelo, parecía muerta.

   No recuerdo qué ocurrió inmediatamente después; solo recuerdo el cuerpo inmóvil de la maestra, un bulto oscuro, y a Lila que la miraba con cara seria.



   Guardo en la memoria muchos incidentes como este. Vivíamos en un mundo en el que, con frecuencia, niños y adultos sufrían heridas que sangraban, luego venía la supuración y a veces se morían. Una de las hijas de la señora Assunta, la verdulera, se hirió con un clavo y murió de tétanos. El hijo menor de la señora Spagnuolo se murió de crup. Un primo mío, que tenía veinte años, fue una mañana a palear escombros y por la tarde murió aplastado, echando sangre por las orejas y la boca. El padre de mi madre se mató al caer de un andamio de un edificio en construcción. Al padre del señor Peluso le faltaba un brazo, se lo había cortado el torno a traición. La hermana de Giuseppina, la esposa del señor Peluso, murió de tuberculosis con veintidós años. El hijo mayor de don Achille —no lo había visto en mi vida y aun así me parecía recordarlo— había ido a la guerra y se murió dos veces, primero ahogado en el océano Pacífico, después devorado por los tiburones. La familia Melchiorre al completo había muerto abrazada, gritando de miedo, en pleno bombardeo. La vieja señora Clorinda se había muerto respirando gas en lugar de aire. Giannino, que iba a cuarto cuando nosotras cursábamos primero, se murió un día porque al encontrar una bomba, la había tocado. Luigina, con la que habíamos jugado en el patio o tal vez no, y era solamente un nombre, se había muerto de tifus petequial. 



Así era nuestro mundo, estaba lleno de palabras que mataban: el crup, el tétanos, el tifus petequial, el gas, la guerra, el torno, los escombros, el trabajo, el bombardeo, la bomba, la tuberculosis, la supuración. El origen de los muchos miedos que me han acompañado toda la vida se remontan a esos vocablos y a esos años.

   Podías morirte incluso de cosas que parecían normales. Por ejemplo, podías morirte si sudabas y después bebías agua fría del grifo sin antes haberte mojado las muñecas, porque entonces te cubrías de puntitos rojos, te daba la tos y ya no podías respirar. Podías morirte si comías cerezas negras sin escupir los huesos. Podías morirte si mascabas chicle y sin querer te lo tragabas. Podías morirte sobre todo si te dabas un golpe en la sien. La sien era un sitio fragilísimo, todas teníamos mucho cuidado con eso. Bastaba con una pedrada, y las pedradas eran la norma. A la salida de la escuela una pandilla de chicos que venían del campo, capitaneada por uno que se llamaba Enzo o Enzuccio, uno de los hijos de Assunta, la verdulera, empezó a tirarnos piedras. Estaban ofendidos porque nosotras éramos más aplicadas que ellos. Cuando llegaban las pedradas todas salíamos corriendo, pero Lila no, seguía andando a paso normal y a veces incluso se detenía. Se le daba muy bien analizar la trayectoria de las piedras y esquivarlas con un movimiento tranquilo, hoy diría que elegante. Tenía un hermano mayor y quizá había aprendido de él, no sé; yo también tenía hermanos pero más pequeños que yo y de ellos no había aprendido nada. Sin embargo, cuando me daba cuenta de que se había rezagado, aunque tenía mucho miedo, me paraba y la esperaba.

   Ya entonces había algo que me impedía abandonarla. No la conocía bien, nunca nos habíamos dirigido la palabra y aun así estábamos enzarzadas en una competición continua, en clase y fuera. Pero sentía confusamente que si hubiese salido corriendo junto a las demás, le habría dejado a ella algo mío que luego no me devolvería nunca.

ELENA FERRANTE - "La amiga estupenda" - (2012)


Imágenes: Mike Tinney & Alex Hammond

viernes, 18 de octubre de 2024

POLVO MÁGICO BOLIVIANO


No, no eres la clase de tipo que estaría en un lugar como éste a estas horas de la madrugada. Pero aquí estás, y no puedes decir que el terreno te sea del todo extraño, a pesar de que los detalles están borrosos. Estás en una discoteca hablando con una chica que tiene la cabeza rapada. La discoteca ha de ser Heartbreak o bien el Lizard Lounge. Todo se aclararía si pudieras escabullirte a los lavabos y aspirar un poco más de Polvo Mágico Boliviano. Pero puede que no. Una vocecita interior insiste en que tu epidémica falta de claridad es el resultado de un exceso de todo esto. La noche ha llegado a ese punto imperceptible en que las dos de la mañana se hacen súbitamente las seis. Pero todavía no estás dispuesto a reconocer que has traspasado la línea más allá de la cual sólo te espera daño innecesario y nervios a flor de piel. En algún momento pudiste salir de la situación, pero lo dejaste pasar montado en la cola de un cometa de polvo blanco y ahora estás tratando de hacer frente a las consecuencias. En este momento tu cerebro está formado por varias brigadas de soldaditos bolivianos, cansados y embarrados después de la larga marcha nocturna. Tienen las botas agujereadas y están hambrientos. Necesitan alimentarse. Necesitan Polvo Mágico Boliviano.



   Hay un vago toque tribal en la escena: joyas, caras maquilladas, tocados ceremoniales y peinados modernos. Tal vez un trasfondo de música salsera; algo más que esas pirañas que recorren tu sistema circulatorio y el ondulante ritmo de las maracas en tu cabeza.

   Estás apoyado contra una columna que puede o no ser imprescindible para sostener el edificio, pero que es absolutamente necesaria para que tu cuerpo se mantenga en posición vertical. La chica de la cabeza rapada está diciendo que éste era un lugar excelente hasta que lo descubrieron los gilipollas. No tienes ningunas ganas de charlar con esa chica de cabeza rapada, ni siquiera de escucharla, que es en definitiva lo que estás haciendo, pero tampoco te apetece poner a prueba tu capacidad oral o motriz.

JAY McINERNEY - "Luces de neón" - (1984)


Imágenes: Lucea Spinelli

miércoles, 16 de octubre de 2024

EL NUESTRO ERA UN REINO DE MUJERES


El nuestro era un reino de mujeres, con Mamá a la cabeza, tratando continuamente de encontrar una cuarta mujer como nosotras, o como ella, una versión más joven de Mamá, humilde y desesperada por salir de la pobreza, para quien Mamá pudiera corregir las injusticias que ella misma había sufrido.

   En la verja, Mamá extendió su mano firmemente hacia la niña Petrona. La niña Petrona era lenta así que Mamá le atenazó la mano entre las suyas y se la movió de arriba hacia abajo con rigidez. El brazo de la niña Petrona onduló en el aire, suelto y libre como una ola. «¿Cómo estás?», dijo Mamá. Petrona apenas asintió y clavó la mirada en el piso. Cassandra tenía razón. Esta niña no duraría un mes. Mamá puso su brazo alrededor de ella y la encaminó hacia el jardín, pero, en lugar de ir por los escalones de piedra hacia la puerta principal, giraron a la izquierda. Juntas caminaron hacia las flores al final del jardín. Se detuvieron frente al árbol más cercano a la verja y entonces Mamá lo señaló y susurró.



   Lo llamábamos el borrachero. Papá se refería a él por su nombre científico: Brugmansia arborea alba, pero nadie entendía de qué hablaba. Era un árbol alto de ramas enrolladas, enormes flores blancas y frutos café oscuro. Todo el árbol, incluso las hojas, estaba lleno de veneno. Una de sus mitades se inclinaba sobre nuestro jardín y la otra daba hacia la acera, soltando una esencia enmelada como un perfume caro y seductor.

   Mamá tocó una sedosa flor suelta mientras le susurraba a la niña Petrona, quien veía a la flor oscilar en su tallo. Supuse que Mamá la estaba advirtiendo sobre el árbol, como lo había hecho conmigo: no cortes sus flores, no te sientes debajo de su sombra, no te quedes cerca de él mucho tiempo y lo más importante: que los vecinos no se enteren de que le tenemos miedo.

   El borrachero ponía nerviosos a nuestros vecinos.

   Quién sabe por qué Mamá decidió sembrar ese árbol en el jardín. Quizá lo hiciera por ese rasgo áspero y antipático que tenía, o quizá porque siempre decía que no se puede confiar en nadie.

   En el antejardín Mamá levantó del suelo una flor blanca, le dobló el tallo y la aventó por encima de la verja. La niña Petrona siguió el vuelo de la flor y sus ojos se quedaron suspendidos hasta que la vio caer en la acera del vecindario con su sombra de las dos de la tarde. Enseguida la niña Petrona se miró las manos de las que colgaba su maleta.



   Luego de plantar el borrachero, Mamá se rio como una bruja y se mordisqueó un lado de su dedo índice.

   —¡La sorpresa que se llevarán todos los vecinos entremetidos cuando se paren a espiar!

   Mamá dijo que nada les ocurriría a nuestros vecinos, a menos que se expusieran por mucho tiempo al perfume del borrachero, que bajaría hasta ellos y los marearía un poco, les haría sentir que su cabeza se inflaba como un globo, y tras un largo rato los haría querer acostarse en la acera para tomar una siesta. Nada demasiado grave.

   Una vez una niña de siete años se comió una flor.

   —Supuestamente —dijo Mamá—. ¿Pero saben qué les dije? Les dije que debían vigilar más cerca a su muchachita, ¿no? Eviten que meta su sucia nariz en mi patio.

   Durante años los vecinos habían pedido a la Junta Vecinal que cortara el árbol de Mamá. Después de todo, era el árbol cuyas flores y frutos se utilizaban en la burundanga y en la droga para dormir y violar. Al parecer, el árbol tenía la capacidad excepcional de apoderarse de la voluntad de la gente. Cassandra decía que la idea de los zombis venía de la burundanga. La burundanga era una bebida autóctona hecha con las semillas del borrachero. Alguna vez se la habían administrado a los sirvientes y a las esposas de los caciques de las tribus chibchas, con el propósito de enterrarlos vivos junto al cacique muerto. La burundanga volvía torpes y obedientes a los sirvientes y a las esposas, quienes se sentaban a esperar en una esquina de la tumba voluntariamente, mientras la tribu sellaba la salida y los dejaban con comida y agua, que hubiera sido un pecado tocar (ya que su consumo estaba reservado para el cacique en el más allá). Mucha gente la usaba en Bogotá: los delincuentes, las prostitutas, los violadores. La mayoría de las víctimas reportadas como drogadas con burundanga se despertaban sin recordar que habían colaborado en el saqueo de sus apartamentos y de sus cuentas bancarias, que habían abierto sus billeteras y entregado todo, pero eso era justo lo que habían hecho.



   No obstante, Mamá se presentó ante la Junta Vecinal con un montón de documentos de investigaciones, con un horticultor y un abogado, y como la fruta del borrachero era algo en que los expertos tenían poco interés, y porque el pequeño monto de investigaciones no acordaba en definir a las semillas como venenosas o ni siquiera como una droga, la Junta decidió que no se cortara.

   Hubo muchos intentos de dañar nuestro borrachero. De mes en mes nos despertábamos para ver afuera de nuestras ventanas que las ramas que colgaban hacia la verja y que daban a la acera habían sido cortadas una vez más y dejadas en el pasto alrededor del tronco como brazos descuartizados. A pesar de todo, el borrachero florecía, persistentemente, con sus provocativas flores blancas pendiendo como campanas y su embriagante fragancia dispersada cada tarde en el aire.

IINGRID ROJAS CONTRERAS - "La fruta del borrachero" - (2019)


Imágenes: Alkesh Parmar

domingo, 13 de octubre de 2024

NUESTRO TERROR PORTÁTIL


 Mi infancia (la verdadera, esa que dura hasta los ocho o nueve años, justo en el momento en que nos damos cuenta de que llorar no sirve para nada) fue como casi todas: la miniatura de un mundo en el que los muñecos hablan con nuestra voz y los jinetes de plástico recorren un desierto infinito en el espacio de una baldosa. Fue también, claro está, el ámbito de los monstruos invisibles, tanto en el sueño como en la vigilia, aunque mi infancia tuvo un monstruo de carne y hueso: aquel hombre que iba siempre descalzo, con los pies hinchados y costrosos, enorme y bamboleante, con la mano eternamente extendida, invocando caridad, y al que llamaban —nunca he sabido por qué— el Florentino, dedicado a rondar por las calles como una criatura deforme escapada de un cuento infantil. El Florentino nos sobresaltaba cuando aparecía por la plazuela en que jugábamos a los futbolistas, a los toreros o al circo romano y se quedaba mirándonos con asombro, como si no diese crédito a nuestra alegría, con sus ojos de un celeste aterrador, tirando a la transparencia, y se espesaban entonces el aire y el tiempo: «¡Que viene el Florentino!», nuestro terror portátil.

FELIPE BENÍTEZ REYES - "El azar y viceversa" - (2016)


Imágenes: Willy Verginer

viernes, 11 de octubre de 2024

LA LUNA SE CONVIRTIÓ EN UN VERTEDERO


Setecientos noventa y seis objetos se quedaron en la Luna. De ellos, setecientos sesenta y cinco proceden de misiones de Estados Unidos.

   La Luna se convirtió en un vertedero en toda regla porque existe un vacío legal que no regula, ni será capaz de regular nunca, lo que olvidamos.

   Charles Duke dejó una fotografía sobre la superficie del satélite. El retrato de su familia. Lo sacó él mismo el 23 de abril de 1972. Supongo que le ocurría lo mismo que a mí, que creía que las fotografías hacen perdurar las cosas que uno ama.

   La Luna se aleja cada año 3,78 centímetros de la Tierra. A veces desearía que un día se alejara del todo, que desapareciera y nos dejara a oscuras como venganza, para que no puedan verla nunca más aquellos que, a fuerza de mirarla, ya la han olvidado.

LAURA FERRERO - "Los astronautas" - (2023)


Imágenes: Laurent Lavender

miércoles, 9 de octubre de 2024

UNA ESPECIE DE SUPERSTICIÓN DESENFRENADA


Ivey Sapp había llegado a casa de Mary-Love hacía unos tres años, cuando tenía dieciséis. Era una chica regordeta, de reluciente piel oscura, y tenía las piernas permanentemente arqueadas de tanto montar la mula de los Sapp alrededor del molino de caña de azúcar, a veces durante doce horas al día. Al final se había cansado de la opresiva monotonía de su existencia en aquella casa, ansiosa de experimentar lo que su madre, Creola, llamaba despectivamente «la vida urbana», y le habían concertado una especie de matrimonio con Bray Sugarwhite, un hombre mucho mayor que ella, pero que la trataba con amabilidad y estaba bien situado en la casa de los Caskey.

   El principal defecto de Ivey (por lo menos a ojos de Mary-Love) era una especie de superstición desenfrenada que le hacía ver demonios en cada árbol, presagios en cada nube y motivos oscuros en cada accidente. Ivey Sapp dormía con amuletos y llevaba un collar con cosas raras colgando. Jamás empezaba a enlatar un viernes, y si veía a alguien abrir un paraguas dentro de casa salía corriendo y no volvía en todo el día. No sacaba las cenizas después de las tres de la tarde para que no hubiera una muerte en la familia. Nunca barría pasado el anochecer, para no echar la buena suerte por la puerta. No limpiaba el día de Año Nuevo para no tener que limpiar un cadáver el año siguiente.



 Su vida estaba llena de prohibiciones y excepciones, y tenía una rima o refrán para cada una de ellas, de tal modo que era raro el día en que hacía todas sus tareas sin rechistar. A veces Mary-Love decía estar convencida de que Ivey se inventaba la mitad de aquellas supersticiones para eludir sus obligaciones, pero la verdad era que muchas de estas no tenían ninguna relación con el trabajo. Así, uno de los hechos más desconcertantes de la vida en la casa de los Caskey era que incluso el gesto más inocente que Ivey veía (o que alguien le comunicaba) podía desencadenar una funesta predicción: «Quien canta antes de comer llora antes de dormir», por ejemplo. Antes de que naciera Miriam, Mary-Love siempre había dicho que se alegraba de que no hubiera niños en la casa, porque Ivey los habría convertido en criaturas lloronas y asustadizas, con todos esos cuentos y advertencias sobre los peligros que aguardaban en el bosque, te espiaban por las ventanas y viajaban como polizones debajo de tu barca.

MICHAEL McDOWELL - "El dique. Blackwater 2" - (1983)


Imágenes: Emma Odumade

lunes, 7 de octubre de 2024

LA HEMEROTECA DE LAS GILIPOLLECES


Recuerdo a mi madre al volante por las carreteras, hablando con todos los guardias civiles, concejales de festejos y dueños de teatros de provincias. Era muy creativa para los negocios y se inventaba todo tipo de mentiras para que contrataran a mi padre: que veníamos conduciendo desde Yugoslavia, que necesitaban pagar la medicación de su hija enferma de tuberculosis (yo en esos momentos reclinaba el asiento de atrás del coche, cerraba los ojos y dejaba colgar la lengua por fuera de la boca), incluso alguna vez llegó a decir que habían conseguido a Silvio Rodríguez como artista invitado, y cuando después Silvio Rodríguez no aparecía en el concierto, alegaba que había pillado un catarro fortísimo. Mi padre, más reservado, esperaba a un lado hasta que terminaba la negociación, con la guitarra colgada al cuello como una extremidad más. Con ella componía canciones de treinta o cuarenta minutos con letras más largas que la Odisea. Decía que las canciones tienen que reflejar la vida, por eso eran tan largas y por eso se negaba a escribirlas en ningún sitio.

   —La vida no está escrita en ningún sitio, bobita.



   Esas fueron sus últimas palabras. Me las dijo sentado en una terraza muchos años después, conectado a una bombona de oxígeno mientras se bebía una cocacola una tarde de verano. Me chocó esa frase, porque nunca me llamaba bobita y, sobre todo, porque siempre había imaginado que el guion de nuestras vidas lo van escribiendo unos gnomos a medida que hablamos, como un archivo donde registran todas y cada una de las palabras que salen por nuestra boca. Suponía que después, cuando todo acabara y no quedara de nosotros nada más que un cuerpo seco y silencioso, los gnomos encuadernarían con mimo todo ese archivo y lo meterían en una balda de un mueble de un pasillo de una sala de un pabellón de la gran hemeroteca de la humanidad, a la que llamarían entre ellos la hemeroteca de las gilipolleces.

JULIA VIEJO - "En la celda había un luciérnaga" - (2022)


Imágenes: Joana Vasconcelos

sábado, 5 de octubre de 2024

LA PRÁCTICA DE LA COCINA COMO UNA SUERTE DE RITUAL


Me empeñé en que mi tercer libro, hasta la fecha el último editado y muy posiblemente el último que consienta en publicar, fuera un grimorio. Para mí era tan fundamental esta definición que exigí por contrato que se le designase así en vez de guía o manual. A mi editor, mi fiel e insensato editor, no le quedó más remedio que aceptar, puede que porque no se atreviera a enfurecerme más de lo que ya estaba por aquel entonces o bien porque, dejándose guiar una vez más por su instinto, adivinó que sería una de las claves de la enorme popularidad que podría alcanzar.



   El término que recogen los diccionarios establece que se trata de volúmenes compilatorios de fórmulas mágicas usados por los antiguos nigromantes. La idea se me ocurrió durante mi convalecencia y, como quiera que desde su publicación ha alcanzado un notorio prestigio y ha dado, además de grandes beneficios, tanto de que hablar, me siento en la obligación de aclarar, por si en alguna improbable ocasión esta libreta roja cayera en manos de mis seguidores más apasionados —aquellos que inspirándose en mi obra han formado una nueva tribu urbana que aúna lo gótico y lo siniestro con la práctica de la cocina como una suerte de ritual del cual yo sería su máxima sacerdotisa—, que no desciendo de ninguna estirpe de hechiceras por más que mi madre fuera una auténtica bruja. He de repetir hasta la saciedad, y pese a los rumores que lo rodean, que mi Grimorio de sabores inconfesables no es un libro de magia: ideé las recetas inspirándome en mis propias experiencias y en mis deseos más ocultos, en las frustraciones y rencores que me asolaban y me encendían hasta el punto de no dejarme pensar en nada más que en el agujero en que me hundía.



   Tanto sufrimiento merecía un resarcimiento y por eso sus sugerencias culinarias resultan tan oscuras y siniestras. Entendía que la vida había sido injusta conmigo y no vi otra salida más que cocinar y escribir para no tener que gritar hasta quedarme sin voz, para no cortarme las venas o no arrancarme los ojos. A la luz de la luna solía entrar en el invernadero que hoy forma parte de Barbantesa y esperaba a que llegara un nuevo amanecer trabajando entre orquídeas y macetas, planeando febril, incansable, cómo sobreponerme a toda aquella miseria, con las manos enterradas en la tierra buscando tubérculos, podando rosales secos, abriendo con las uñas los huecos para las semillas, arrancando sin guantes las malas hierbas y regando con mis lágrimas los nuevos esquejes que había logrado salvar. Al menos, de todo aquel dolor nacerían nuevas vidas.

MERCEDES CASTRO - "Mantis" - (2010)


Imágenes: Adam Hillman

jueves, 3 de octubre de 2024

¿TAN DIFÍCIL TE RESULTA COMPLACERLA?


Poco antes de la expulsión del colegio te invitaron a la primera fiesta con chicas. La primera para vos, no para todos. Era en un departamento en Callao y Guido; los varones de traje y las chicas de largo. Cuando empezó la música casi todos sacaron alguna a bailar. Sobraban chicos: vos, entre otros. Se acomodaron en los rincones del living. Al rato, varios de los que estaban bailando empezaron a hacerles señas furiosas cuando sus parejas no los veían. En el momento en que por fin te decidiste a rescatar a uno de los más desesperados, pusieron un lento. El primero de la noche. Estuviste a punto de decir que preferías volver en un rato, pero el tipo ya se había evaporado.



   Ella te apoyó una mano en el hombro, casi sin flexionar el codo, y empezó a moverse como un metrónomo. Vos la seguías, a duras penas, depositando el peso del cuerpo en un pie y después en el otro. Podías sentir en tu mano derecha el hueso de la cadera de ella, a través del vestido. No se miraban. Ella parecía totalmente concentrada en la música. Ni siquiera preguntó tu nombre. Vos tampoco se lo preguntaste.

   Barilati, uno que estaba de novio desde el verano y se creía el rey de la joda, se acercó bailando hasta ustedes. Mirándote de reojo, le dijo a la chica que estaba con vos:

   —A éste le decimos el Cabezón. Pero por la de arriba, no por la de abajo.



   La chica miró primero a Barilati, que siguió bailando como si nada, y después a vos. Tenía la cara perpleja. Vos estabas paralizado en medio del living. La luz negra volvía fosforescentes las camisas blancas de los varones y los vestidos de las chicas. Como ella no podía seguir bailando si vos no te movías, te soltó el hombro, pero sin dejar de mirarte. Sentiste que te volvían las fuerzas de a poco. Alcanzaste a decir: «Tengo que hacer algo», y te escapaste de la fiesta por la puerta de la cocina.

   El lunes siguiente esperaste a Barilati en los baños del colegio y, cuando apareció, te le tiraste encima. Rodaron, le diste un cabezazo y le sacaste dos dientes. A vos tuvieron que coserte la cabeza, pero no importó tanto: la última visión que tuviste de la boca de Barilati era una masa de pulpa oscura, como si lo hubiesen obligado a atorarse con morcilla. Mientras te llevaban a la enfermería y después a la dirección, seguías temblando y transpirando, pero por dentro estabas de lo más tranquilo. Ahí empezaron las complicaciones en serio. Ya venías mal Desde el año anterior, cada tanto algún profesor citaba a tu madre al colegio y le decía que «no ponías empeño».



   —Nada le importa, señora —explicaban siempre, sin mirarte—. Y su conducta deja mucho que desear.

   Después, a la noche, venían los sermones. Tu madre se lo contaba todo a tu padre, en la mesa, y él te miraba como intensificando las palabras de ella: «Nos hemos privado de tantas cosas para que tuvieses lo mejor, y ésa es tu manera de retribuirnos el esfuerzo». No lo decía, en realidad; esperaba callado a que tu madre terminara de hablar, pero se lo habías oído a ella tantas veces que suponías que él pensaba lo mismo. ¿Acaso Marisa, tu hermana mayor, les había dado alguna vez esa clase de disgustos? ¿Y qué había pasado con ese chico tan bueno, que siempre sacaba las mejores notas y jamás llamaba la atención? Pero tampoco decía eso. Solamente suspiraba, una vez que tu madre había terminado su sermón, y encendía un cigarrillo para él y otro para ella.

   —Ves cómo se pone tu madre. No te pide mucho. ¿Tan difícil te resulta complacerla?

JUAN FORN - "Corazones" - (1987)


Imágenes: Duy Huynh

martes, 1 de octubre de 2024

EL PERFIL DE MI MUERTE

 


Decir que mis días están contados no tiene sentido; así fue siempre; así es para todos. Pero la incertidumbre del lugar, de la hora y del modo, que nos impide distinguir con claridad ese fin hacia el cual avanzamos sin tregua, disminuye para mí a medida que la enfermedad mortal progresa. Cualquiera puede morir súbitamente, pero el enfermo sabe que dentro de diez años ya no vivirá. Mi margen de duda no abarca los años sino los meses. Mis probabilidades de acabar por obra de una puñalada en el corazón o una caída de caballo van disminuyendo cada vez más; la peste parece improbable; se diría que la lepra o el cáncer han quedado definitivamente atrás. Ya no corro el riesgo de caer en las fronteras, golpeado por un hacha caledonia o atravesado por una flecha parta; las tempestades no supieron aprovechar las ocasiones que se les ofrecían, y el hechicero que me predijo que no moriría ahogado parece haber tenido razón. Moriré en Tíbur, en Roma, o a lo sumo en Nápoles, y una crisis de asfixia se encargará de la tarea. ¿Cuál de ellas me arrastrará, la décima o la centésima? Todo está en eso. Como el viajero que navega entre las islas del Archipiélago ve alzarse al anochecer la bruma luminosa y descubre poco a poco la línea de la costa, así empiezo a percibir el perfil de mi muerte.

MARGUERITE YOURCENAR - "Memorias de Adriano" - (1951)


Imágenes: Sercan Küçüksahin