Desapegos y otras ocupaciones.

jueves, 27 de junio de 2024

LAS ROCAS SEGUÍAN SOÑANDO

 


Fue fajándose el vientre como pudo, escondiéndolo bajo la camisa de lana, y siguió haciendo su vida. Pero por la noche, en la cama, no eran cuentas de rosario lo que sus manos desgranaban, sino lágrimas… Como vivía sola, nadie, felizmente, había sido testigo de sus pesares. Y los meses iban pasando. Hasta que aquel amanecer… Pero no le daría a Roalde el gusto de oírla gritar. Ni a Roalde, ni a aquel tiñoso de Armindo. No les daría esa alegría. Y ahora, allí iba, arrastrándose medio muerta por yermos malditos, para que todo quedase entre Dios y ella. Compartiría su secreto con su amiga Ludovina, que vivía en Ordonho, porque no podía arreglárselas ella sola en una situación semejante. Tendría el hijo en su casa. Y después… Después… ¡Ay, esta sed que cortaba el tiempo por la mitad! De un lado, el futuro, vago, distante, irreal; del otro, el presente, urgente, tangible. ¡Agua! Si tuviese cerca la fuente de la Tenaria, un manantial que encharcaba los prados y no se agotaba, agua a chorros para matar la sed de su boca, de su pecho, de su vientre, de todo su cuerpo, todo sería tan sencillo…

   Pero allí no había más agua que la que de repente le inundó el sexo y empezó a correrle por los muslos abajo, caliente, viscosa, densa…

   Se estremeció. ¿Podría seguir adelante? ¿Podría seguir arrastrándose con aquella fiebre, extenuada, con una herida abierta, por la sierra? Pero ¿y los dolores cada vez más seguidos, que la atravesaban toda, primero insinuantes, casi voluptuosos, y después más fuertes que cuchilladas? No, no podía continuar. Ahora tendría que tirarse al suelo y, como el día de San Martín, rodar por aquella sierra abrasadora, negra, pedregosa, erizada de troncos carbonizados, sin que la paja de centeno pudiese suavizarle ya la dureza de sus aristas, y sin el desvergonzado de Armindo embaucándola con sus susurros…



   Aguijoneado por todas partes, su cuerpo empezó a retorcerse, desesperado. Y poco después se doblaba, arqueándose sobre los calcañares y los codos, tenso, reventando de desesperación. Dentro de él, a través de él, un cuerpo extraño quería abrirse camino. Y cuanto más cedía y más se distendía, más ansiedad mostraba aquel enemigo que pedía más espacio, que exigía las puertas abiertas de par en par. Sin las piadosas treguas de hacía poco, los dolores se le clavaban como dientes de perro. Vencía un pinchazo y de él nacía otro, y otro, como brotan los tallos en el castaño silvestre. Y toda ella era un aullido de animal sacrificado.

   La sierra, ajena a tanta angustia, dormía impasible la siesta. Indiferente al tiempo, que se detenía o corría sin rozar su inclemente piel, se había recogido en un silencio inhumano. Y cuando Madalena, después de una eternidad ciega y rabiosa, consiguió por fin salir de su potro de tortura, nada había cambiado. Las rocas seguían soñando.



   Estaba sudando a chorros. Empapada de la cabeza a los pies. El sol ya no abrasaba. Se estaba poniendo. Iba cayendo, agonizante, sobre el monte Marão. El último dolor se había extinguido hacía un segundo, o hacía horas, o hacía semanas… No lo sabía. Lo que sabía era que su sufrimiento había cesado y que la había abandonado, igual que un enjambre abandona la colmena en que ha vivido.

   Ni un ruido ni la menor brisa quebraban la soledad que la cercaba. Bajo un cielo con los resplandores finales de un incendio, un bochorno sofocante.

   Tenía la vista nublada. Entre las piernas, en un charco de sangre, estaba su hijo, muerto. Carne sin vida, roja y sucia. ¡Ese secreto suyo que sólo había compartido con Dios!

   Exhausta, permaneció un rato postrada, saboreando su alivio. Las puertas de su ser, hasta entonces abiertas, se iban cerrando lentamente… Después, cansada de su inmovilidad, se levantó. Y se quedó así unos segundos, oyendo el silencio, esperando a ver si de la lejanía le llegaba una respuesta a los gritos que había dado. ¡Nada! El mundo se había quedado mudo.

   Se limpió con helechos verdes. Después dejó caer aquel puñado de hojas sucias en el charco en que su hijo dormía. Su pie, sin querer, empezó a escarbar y a sacar la tierra… Poco a poco, su secreto iba quedando sepultado… Su pie intentaba ahora desplazar una laja que estaba cerca. Era demasiado pesada. Y sus manos le ayudaron… El sol, cada vez más bajo, despedía sus últimos rayos de luz. Y los ojos de Madalena empezaron a ver con nitidez. Era hora de regresar. Ya era hora de volver a la aldea y saciar su interminable sed en la fresca fuente de la Tenaria.

MIGUEL TORGA - "Bichos" - (1940)


Imágenes: Sujata Setia

martes, 25 de junio de 2024

LAS LENTEJAS SON COMIDA TRISTE


Las lentejas son comida triste, dice Isa más tarde, al darse cuenta de que peló papas para una sopa de lentejas. Caprichosa, da media vuelta, no sin escuchar el grito de Bere: Quédate y come, niña, o te vas a desaparecer, algún mal seguro ya tienes. El regaño la atrae. Deja el morral en una silla y se sienta con desdén junto a la tía José, hermana de Papá, que últimamente se la pasa en el restaurante. Isa, en silencio, espera su plato mientras José apura el de ella sin importar lo caliente que está. Dice que, cuando come por fuera, se asegura de quedar bien llena porque en casa no cocina; puede pasar semanas comiendo pan con huevo o pan con queso o pan con pastillas de chocolate. Lo dice con orgullo, como si a fin de año le fueran a dar un premio por ello. Cuando Bere la regaña —no se fija en edades para regañar—, José se pone sentimental y cuenta que come mal desde que el marido la dejó; él llevaba la comida, cocinaba y lavaba los platos. Ahora, cuando tiene hambre —hambre de sal—, come en el Hotel, pero no es por lo único que viene. También vengo por la niña sola, Isa, por ti vengo. Bere le lleva el plato hirviendo, apenas para el frío que baja de las montañas: Come, niña, le dice, y vuelve a la cocina. Cuando Isa agarra la cuchara, José dice bajito: Sopla, sopla bien, miniña, y se levanta y camina hacia la recepción. Todos le dan órdenes y luego se van.



 No le gusta que le diga «miniña», cosa que hace desde que come en el Hotel, como si hubiera comprado ese «mi» en una tienda de regalos. Miniña. Ella no es de nadie, ni de ella misma, solo de Papá. Aunque él nunca la haya llamado así, ni tampoco le haya dicho que ojalá le vaya bien en el colegio o que se cuide o que qué le pasó en las piernas, que las tiene en cascarita. Tampoco ha escuchado que le diga a alguien: «Esa es la hija mía». Isa recuerda que una vez, cuando era más pequeña, Papá tuvo que llevarla al médico del pueblo vecino: una mañana le salieron unas ronchas rojas en la cara, en el cuerpo, y no podía respirar. Papá se dio cuenta por el ruido que la niña hacía al rascarse; lo irritaba. Vio las ronchas, de sobra evidentes, y como las señoras —José y Bere— estaban ocupadas, tuvo él que hacerse cargo. Antes de salir hacia el hospital, bien le dijo: No me llames «Papá», llámame «tío». Y cuando la enfermera le iba a aplicar la inyección y a la niña estaba a punto de explotarle esa palabra en la boca, apretó los labios para que la pe no saliera, porque luego saldrían las demás como un camión sin frenos. Él al lado. Y la enfermera: «Te entiendo, las agujas asustan». Pero no, a Isa no le importaba la aguja, la podía chuzar cien veces; la asustaba la palabra filosa que ahora en público le estaba prohibida. No me llames «Papá», llámame «tío». De ahí en más, Isa prefirió no llamarlo de ninguna manera fuera del Hotel. Aunque poco salen juntos, cuando hay personas desconocidas cerca, huéspedes, ella se guarda la palabra y parece que le hablara al cielo o a un fantasma. Mira a la pared o al techo y dice: Es que necesito pinturas de colores para el colegio. Pero cuando no hay nadie y puede decirle «Papá», siente que la palabra le pesa, que ya no es del todo suya. A perder se empieza, también, desde la palabra.

   Aunque detesta las lentejas, para Isa el problema son las ollas, que no son de casa, sino de Hotel: muy grandes, el sabor no les cala. Pollo, puré de papa, sopa de fideos o lentejas, todo sabe igual, a niña sola. No como las pocas veces que ha hecho tareas por fuera, en casa de alguna compañera, y la comida sabe a familia, salada muchas veces, pero a familia.

LORENA SALAZAR MASSO - "Maldeniña" - (2023)


Imágenes: Marisa Adesman

domingo, 23 de junio de 2024

IDEAS DESCONOCIDAS ENTERRADAS EN EL FANGO


 —Anda, se ha dejado el cesto de setas en el mostrador de Johan.

     —No se lo ha dejado, no las come nunca. Las regala. A Catherine, a Johan, a quien las quiera.

     —¿Va mucho a recoger setas?

     —Pues casi todos los días. Durante ocho meses, toda la temporada.

     Adamsberg dejó el tenedor y echó un vistazo a la cesta, que veía con ojos nuevos.

     —¿Estás intentando decirme que va al bosque casi todas las mañanas a llenar la cesta a pesar de que no le gustan las setas?

     —Eso es —dijo Matthieu, dando un sorbo—. Tampoco le gusta el bosque. Acabada la temporada, no vuelve a pisarlo.

     —Pero ¿cómo lo explica?

     —No lo explica. Cuando le preguntan, hace un gesto de ignorancia y ya está. Nadie se lo explica.

     —Pero no tiene sentido. Sobre todo teniendo en cuenta que hacerlo requiere tiempo y conocimientos.

     —Digamos que es algo bastante loco, sí. Cada uno tiene su propia interpretación. Podría ser un voto, una promesa, un recuerdo… Yo digo que es una chifladura. O que le gusta vagar sin rumbo, y que las setas son solo un pretexto: sería el toque de romanticismo heredado de su abuelo.

     —Vagabundea para soñar, tal vez. A mí me pasa a menudo —dijo Adamsberg.

     —¿Ah, sí? ¿A horas fijas?



     —¿Cómo podría? ¿Con el trabajo? No, cuando surge la ocasión. A veces incluso salgo de la brigada, y eso saca de sus casillas al concienzudo Danglard. Pero también me da por vagabundear sentado en mi silla, con los pies en la chimenea.

     —Y ¿con qué sueñas?

     —No lo sé.

     —Otra vez tu «no lo sé».

     —Es que es verdad.

     Ocho campanadas repicaban en la iglesia cercana y la posada se llenaba de los clientes habituales y algún que otro turista.

     —Va a empezar la cháchara —comentó Matthieu.

     —Este sitio no es barato. ¿Cómo es que la gente de Louviec puede venir tan a menudo? No me parecen muy ricos.

     —No lo son —dijo Matthieu bajando la voz—. Pero aquí hay dos precios. Uno para los de Louviec, otro para los extraños. Johan, el dueño, dice que un restaurante vacío no anima a nadie a entrar. Los comensales autóctonos sirven de cebo en cierto modo, particularmente Josselin. Si supieras cuánta gente viene aquí para verlo, o a hacerse una foto con él… Es inaudito. El pobre Josselin, ya te lo dije, es la mejor publicidad del pueblo. Durante los periodos turísticos, por sí solo, duplica el volumen de negocio.

     —Y, sin que llegue a ser por una orden, no puede cortarse esos largos rizos castaños. Que le quedan bien, por cierto. En el fondo, es un esclavo.



     —En cierto modo. Pero bien querido y bien tratado.

     —Excepto por la persona que le quiere colocar un asesinato sobre los hombros.

     Adamsberg se detuvo bruscamente.

     —¿Qué te pasa?

     Con el tenedor en el aire y el vaso suspendido a mitad de trayecto, Adamsberg se había quedado inmóvil, con la mirada perdida.

    —Parece que ya no ves nada —dijo Matthieu, que no había tenido la oportunidad de observar bien esos momentos de ausencia en su colega, cuando las pupilas de los ojos parecían sumirse en el pardo del iris. Sacudió a Adamsberg por el brazo, y este volvió a ponerse en marcha como si alguien le hubiera dado una vuelta de llave inglesa.

     —No es nada —dijo Adamsberg—. Es solo una idea que tengo y que no encuentro.

     —Pero si la tienes, deberías poder encontrarla.

     —No, Matthieu, es el tipo de ideas que se esconden como bichos en las profundidades del fango de un lago. Sé que está ahí, pero no puedo nombrarla. Sé lo que es porque he dicho la palabra hombros, y ya está. Ya ves que no tiene sentido y que, seguramente, no tiene importancia —concluyó mientras terminaba de cortar la carne. Un detalle de nada.

     —Nunca he tenido ideas desconocidas enterradas en el fango.

     —Me ocurre a menudo. Irrita. Pero dejo que vivan su vida.

FRED VARGAS - "Sobre la losa" - (2023)


Imágenes: Kristin Kwan

viernes, 21 de junio de 2024

PROCURARON CRIARME EN EL TEMOR A DIOS


Yo era todavía un hombre joven, con veinticinco años recién cumplidos, despierto, sagaz y ambicioso, y tenía todo el mundo por delante, a la espera de que alguien lo conquistara, o eso me parecía. Mi padre era nada menos que el príncipe-obispo de Ratisbona; mi madre, una sirvienta en el palacio del obispo: un bastardo, por tanto, pero decidido a no ser el criado de nadie. Mi madre murió cuando yo era aún una criatura, y el obispo me entregó a una pareja sin hijos: Willebrand Stern y la arpía de su mujer, que me dieron su apellido y procuraron criarme en el temor a Dios, lo que equivalía a matarme de hambre y darme palizas de vez en cuando por mi supuestamente incurable pecaminosidad. Más de una vez me escapé de la triste casa de los Stern en Pfauengasse, y en cada ocasión me atraparon y me llevaron de vuelta para que me golpearan con redoblado vigor.



   Desde el principio tuve una gran sed de conocimiento, y con el tiempo me convertí en un precoz adepto a la filosofía natural y en un curioso aunque más bien escéptico estudioso de las ciencias ocultas. Tuve la suerte de recibir una sólida educación, gracias a mi padre el obispo, que insistió en que asistiera al gimnasio de Ratisbona, pese a que mi padre adoptivo Stern habría preferido colocarme de aprendiz con un herrero. En la escuela destaqué en el quadrivium y demostré una particular inclinación por la aritmética, la geometría y los estudios cosmológicos. Fui un estudiante aplicado e inteligente —más que inteligente—, y a los quince años, cuando era ya más alto y más fuerte que mi padre adoptivo, me matriculé en la Universidad de Wurzburgo.

   Fue una época feliz, tal vez la más feliz de mi vida, en la amable y vieja Franconia, donde tenía profesores sabios y diligentes y pronto amasé una gran erudición. Cuando mis años de estudio llegaron a su fin, me quedé en la universidad y me las arreglé para ganarme la vida dando clase a los obtusos hijos de los comerciantes ricos de la ciudad. Pero la vida académica no podía complacer mucho tiempo a un hombre tan obstinado y resuelto como yo.

BENJAMIN BLACK - "Los lobos de Praga" - (2017)


Imágenes: Guido Mocafico

miércoles, 19 de junio de 2024

UNA MUJER CON CIEN AÑOS DE SUFRIMIENTO A LA ESPALDA


 Una mañana volviendo a casa de la bocatería y la estación de autobuses, pasé por una venta de garaje que tenía la basura de siempre: gorras de béisbol, utensilios de cocina de plástico, ropa de bebé doblada en cubos minúsculos extendida sobre sábanas de flores manchadas. Los únicos libros que vendían en Alna en los mercadillos eran libros de tapa blanda comprados en el supermercado o libros de cocina para microondas. De todas formas, no me gustaba leer mientras estaba en Alna. No tenía paciencia. Aquel día, me llamó la atención una lámpara solar alta de metal gris. En el trozo de cinta adhesiva que tenía pegado en el pie estaba escrito en rojo: tres dólares. No me importaba si funcionaba. Si no funcionaba, intentar arreglarla me llevaría por lo menos una tarde. Valía la pena la molestia.

   —¿A quién le pago? —le dije al grupo de mujeres sentadas en los escalones de la entrada.

   Todas tenían el mismo pelo castaño liso y largo, los mismos ojos entrecerrados, bocas protuberantes y gargantas como de rana. Estaban tan gordas que los pechos les colgaban y les caían sobre las rodillas. Me señalaron a la matriarca, una mujer enorme sentada en un banco de piano a la sombra de un gran roble. Tenía el ojo izquierdo hinchado y cerrado, amoratado, amarillo, negro y azul. Le di el dinero. Su mano era diminuta y regordeta, como la de una muñeca, con las uñas pintadas de rojo fuerte.



 Se metió el billete que le di en el bolsillo de la bata de casa de algodón gastado, se sacó la piruleta de la boca y sonrió, enseñándome —no sin cierta hostilidad— la solitaria hilera de dientes de abajo podridos hasta la raíz, pequeños como dientes de bebé. Tenía probablemente más o menos mi edad, pero parecía una mujer con cien años de sufrimiento a la espalda; sin amor, sin transformaciones, sin alegría, solo comida basura y mala televisión, hombres feos y mezquinos entrando y saliendo de habitaciones sofocantes para aprovecharse de su vientre y de su peso impasible. Me imaginé que alguna de sus obesas retoñas no tardaría en arrebatarle el trono y presidiría el abyecto estado existencial de la familia, el sinsentido personificado de los corazones batientes de aquellas mujeres jóvenes. Se podría pensar que, allí sentadas, rezumando lentas hacia la muerte con cada aliento, todas perderían la cabeza, pero no, eran demasiado estúpidas para perder el juicio. «Puta rica», me imaginé que estaba pensando la madre mientras volvía a meterse de golpe la piruleta en la boca. Arrastré la lámpara calle arriba, pensando en la carne que se extendería a su alrededor cuando se tumbaba en la cama. ¿Qué sentiría, me pregunté, si me dejara caer? Ansiaba llegar a casa, desarrugar la pequeña fortuna que llevaba en el bolsillo. Si funcionaba la lámpara solar, me la llevaría conmigo de vuelta a la ciudad. La luz me calmaría en el invierno y me limpiaría el alma sucia de ciudad cada noche.



   No es que me faltara respeto por la gente de Alna. Simplemente, no quería tratar con ellos. Estaba cansada. Durante el curso, lo único que hacía era enfrentarme a la estupidez y a la ignorancia. Para eso les pagan a los profesores. Cómo terminé estancada enseñándoles Dickens a niños de catorce años es un misterio para mí. Mi plan no había sido nunca trabajar toda mi vida. Tenía la fantasía de que me casaría y de que de pronto encontraría una vocación aparte de la necesidad humillante de ganarme la vida. Arte u obras benéficas, bebés, algo así. Cada vez que los alumnos del último curso me pedían que les firmara los anuarios, escribía «¡Buena suerte!», luego me quedaba mirando al vacío, pensando en todo el sentido común que podría impartir pero no impartía. En la graduación, me tomaba unos cuantos antihistamínicos para calmarme los nervios, miraba flotar los birretes, todos aquellos estúpidos «choca esos cinco». Chocaba unas cuantas manos, me iba a casa y cargaba el coche con ropa de verano con olor a humedad y una caja de agua mineral con gas, y después conducía cinco horas hasta Alna.

OTTESSA MOSHFEGH - "Nostalgia de otro mundo" - (2022)


Imágenes: Olan Ventura

lunes, 17 de junio de 2024

HASTA LA ÚLTIMA TABLA DEL SUELO

 


Annette conocía al dedillo hasta la última tabla del suelo. Había tardado dos meses en grabarse en la memoria aquel entramado. Sabía perfectamente qué listones crujían y cuáles gemían al ponerse encima, así que procuraba pisar únicamente los pocos que estaban bien clavados. Esas contadas tiras de roble viejo se habían convertido en sus cómplices. Estaban de su parte y sabía que no iban a traicionarla, y eso no podía decirlo de nadie ni de nada más. Aun así, era la primera vez que intentaba hacer el recorrido a oscuras y tenía que avanzar con cuidado. Iba descalza y contaba hasta diez antes de cambiar el peso de un listón a otro, zigzagueando a cámara lenta por el pasillo principal de la casa.

   Pasó por delante de la habitación en la que dormían sus dos hijos mayores. Pensó que, a partir de esa noche, quizá no volverían a pelear por la litera de arriba, aunque no fue más que un mal intento de acallar la conciencia por lo que se disponía a hacer. Se detuvo junto a la puerta de los niños y escuchó el ronquido entrecortado del mediano, regalo de un tabique desviado. Recordaba perfectamente el día en el que se hizo picadillo el cartílago: el chico tiró una lata de pintura en el establo y su padre no se puso precisamente contento. Tenía cuatro años. Annette se apoyó contra la madera maciza del marco de la puerta (otra cómplice de confianza) y dejó que la respiración nasal del niño le rompiera el corazón lo suficiente como para cortarle a ella el aire, pero no tanto como para hacerle emitir ningún sonido ni derramar ninguna lágrima. Las lágrimas se le habían secado hacía ya mucho tiempo. Se llevó dos dedos a los labios y, muy despacio, depositó el beso de despedida en la puerta.



   Miró hacia el suelo, buscó la tabla que tocaba pisar y, luego, la siguiente. Se movía sin parar un instante y tan lenta como un caracol. Le llevó unos minutos llegar a la última puerta a mano izquierda. Se detuvo. Todo lo hizo sin un solo ruido y pensó que sería buena ladrona. Muy despacio, metió bajo el brazo las deportivas de baratillo que había recogido en un contenedor de basura de Waymore, en una salida que pudo hacer sola al valle. Llevaban varias semanas escondidas en el armario, bajo el arcón del ajuar. Eran de hombre y le quedaban dos números más grandes, pero le protegerían los pies de las espinas y las zarzas del bosque. Desde luego, eran mucho mejor que cuanto le permitían tener a ella. Puso la mano sobre el deslustrado pomo de bronce del dormitorio y, tan despacio como pudo, tardó casi un minuto en girar el pomo y conseguir que el pestillo de metal saliera de la cerradura. Había engrasado las bisagras el día anterior a primera hora para que la puerta se moviera sigilosamente. Se tomó su tiempo en abrir esa nueva aliada. Dentro, el bebé estaba dormido. Annette cruzó la habitación a la luz de la luna, poniendo el mismo cuidado en cada pisada, hasta ver cómo subía y bajaba el pecho de su hijo pequeño. Verlo le bastó para reconocer que aún era capaz de llorar. Ante la cuna, las lágrimas comenzaron a encharcarse tras las bolsas oscuras que le cercaban los ojos. Sabía que se le iban a escapar. También estaba segura de que iban a acabar con ella. Las lágrimas. La sal le empañaría la vista y daría un paso en falso o soltaría un sollozo que retumbaría como una sirena en el silencio de aquella casa. La iban a pillar porque era incapaz de controlar las emociones. Y esa sería su sentencia de muerte.

BRIAN PANOWICH - "Como leones" - (2019)


Imágenes: Kim KototamaLune

sábado, 15 de junio de 2024

LA LISTA DE LOS DESEOS IMPOSIBLES





La lista de los deseos imposibles

   Carmela

   ¡Hola, hijo!

   ¡No sabes qué casualidad! Están echando en la tele una película de una mujer que se está muriendo y hace una lista de todas las cosas que quiere hacer antes. Cosas raras. Hacer el amor con otro. Buscarle una mujer a su marido. Todo muy moderno. Pero, si lo piensas bien, el otro día yo también hice algo parecido: una lista de cosas que tenía que hacer antes de morir.
   Es más dolorosa la otra lista, la de las que me gustaría hacer y ya nunca haré. Cosas tontas, poco importantes. Cosas de vieja. No sé, me gustaría hacer el Camino de Santiago. Sé de quien lo ha hecho de mayor. Pero ya no. ¡A mi edad!
   Y también me gustaría haber podido estudiar de joven. Siempre quise ser maestra. Y no era tonta, pero no pude. Por eso me esforcé tanto para que estudiases tú. Y eso que tu padre no estaba muy convencido. Años más tarde, él presumía de hijo, pero yo solo puedo recordar lo dura que tuve que ponerme cuando él no quería dejarte ir a estudiar a Santiago.
   Y me moriré sin ir a Canarias. Cuando me casé, todo el mundo iba de luna de miel a Canarias. Yo fui a Coruña en tren. Dormimos en una pensión y volvimos al día siguiente. Así fue.


   Y me gustaría volver a verte. Esto está también en la lista de deseos imposibles, aunque creo que tan imposible no es. Podría ir a una agencia de viajes, comprar un billete y coger un avión, por primera vez en mi vida. Lo que no podría sería guardar el secreto. Llegaría allí y te darías cuenta al momento de que he adelgazado un montón de kilos e insistirías en examinarme. Y yo acabaría por contártelo todo. Y estropearía todo lo que has hecho en estos meses. Así que esto tampoco lo haré.
   Hay tantas cosas que me gustaría hacer…
   Escuchar contigo estas grabaciones. Hacerte una empanada de maíz y berberechos. Ir contigo a la playa de Lapamán. Reñirte para que te vistas como es debido. ¡Que eres un médico! ¡Que no me puedes andar con esas pintas! Me gustaría que lloviese menos. Que en mi entierro pusiesen una canción de Ana Kiro. O la «Muiñeira de Chantada». Ya sabes lo que me gusta bailar. Me gustaría llegar a la vendimia. Que bajase el precio de la luz. Y el de las patatas. A un euro quince el kilo, que son casi doscientas pesetas. Es de locos. Me gustaría verte una vez más. Eso ya lo he dicho.
   Me gustaría conformarme, te lo aseguro. Me gustaría que el médico no me diese esperanzas.
   Y hoy me las ha dado.



ARANTZA PORTABALES - "Deje su mensaje después de la señal" - (2017)

Imágenes: Vivian Maier


jueves, 13 de junio de 2024

ABANDONAR DE REPENTE UNA CASA AJENA

 


Abandonar de repente una casa ajena es un agravio. El invitado debe hacer su mejor esfuerzo para que no parezca que se da a la fuga. Por ejemplo, conviene llegar con un pretexto que prepare la retirada. El expediente del hijo enfermo es el más socorrido, aunque está probado que de tanto enfermarlos en la imaginación los niños acaban por contagiarse en la realidad.

Tampoco es muy útil inventar algún urgente asunto mañanero. Esto amenaza con prolongar la reunión hasta el desayuno: «¡Te vas de aquí a tu compromiso, hombre!» La mejor estratagema consiste en simular un problema vago, intrincado y algo humillante: «Dejamos a los niños con Juanita, mi prima que se trató de suicidar; lo hicimos para que recuperara la confianza en sí misma, pero la verdad es que me da mucho pendiente que mis hijos estén con ella.»

Un relato de este tipo inquieta lo suficiente para que el desprecio por salir temprano se transforme en lástima por ir al sitio donde Juanita se hace cargo de los niños.

Eso sí, una vez tomada la decisión de partir, no es lícito ponerse de pie sin más trámite que sacudir las migajas del saco. Cuando la pareja o los amigos que llegaron juntos cruzan esas miradas que en las novelas se llaman «de entendimiento» y en la realidad son de angustia, el más elocuente del grupo debe iniciar el lento protocolo de la despedida.


Estamos ante un género literario moroso, que repudia la claridad y lo explícito, dominado por la alusión barroca.

Los pasos para salir sin gran demérito de una casa hospitalaria son los siguientes: 1) elogiar la comida y recordar que comimos mucho, algo insólito desde nuestra última amibiasis, 2) aprobar con oportunismo la tesis más molesta del anfitrión («fue muy iluminador lo que dijiste sobre Hitler»), 3) insistir en que vivimos lejísimo, 4) (en caso de vivir cerca) mencionar los desperfectos del coche que amenazan nuestra travesía, 5) decir: «Qué trasnochada» (a la hora que sea), 6) proponer un encuentro tan próximo que resulte un descanso que nos vayamos, 7) añadir algún dato escabroso sobre Juanita. Éste es el programa básico para decepcionar de un modo amable a los amigos. Uno parte sin quórum pero con el honor intacto.

Ciertos recursos pueden mejorar o arruinar la despedida. Por ejemplo, fingir un malestar repentino (nunca relacionado con el menú) o dividir a los anfitriones. Esto último requiere de maña conspiratoria. De pronto te acercas al amigo cuya generosidad se parece tanto a un arresto domiciliario y le dices al oído: «Mañana nos vemos en el vapor y te cuento de la Chata.» Obviamente esta complicidad depende de qué tan interesante sea la Chata. Si el anfitrión necesita ese informe, acallará las protestas de su mujer como si ella profiriera una desubicada letanía musulmana.



Después de tres cuartos de hora dedicados a crear consenso, sobrevienen esos abrazos de andén o de aeropuerto, tan largos que deberían dar millaje para regresar por el recalentado.

Estamos, al fin, a un paso eterno de salir. La canción ranchera, siempre atenta a nuestro dolor, supo resumir el momento de umbral en que el invitado es ya un intruso: «Te vas y te vas y no te has ido.»

Quizá porque los mexicanos somos impuntuales hemos hecho de la permanencia una virtud. Una vez que se produce el milagro de que la gente llegue, no hay que dejarla ir.

El huésped perfecto debe estar dispuesto a cambiar de huso horario en la sala de sus amigos. A las 3 a.m. acepta un digestivo y a las cuatro un totopo con un puré inclasificable. Cuando sus anfitriones se quedan dormidos en la sala, en posturas de entierro zapoteca, escribe una nota en la anfitriones se quedan dormidos en la sala, en posturas de entierro zapoteca, escribe una nota en la que pide disculpas por haberlos desvelado tanto. Al día siguiente, ellos le hablarán, mortificados por la culpa: «¡Ni adiós te dijimos!» En las reuniones que aspiran a la eternidad, el más amable apaga la luz.

JUAN VILLORO - "¿Hay vida en la Tierra?" - (2014)


Imágenes: Ekaterina Popova

martes, 11 de junio de 2024

ESO ES LO QUE MÁS NECESITAMOS RECORDAR EN TIEMPOS DE GUERRA


Vimos en la televisión que una de las bombas explotó en el zoológico. Vimos a los rinocerontes en la calle, a las personas corriendo en todas direcciones, Ben dijo esto no puede ser y tres días después estaba en la zona de guerra con tres veterinarios en un jeep cargado de medicinas. De las trescientas especies que había en el zoológico sobrevivieron treinta y cinco. Ben era de la idea de que había que hacer lo posible, por pequeño que fuera, para solucionar un problema mayor. Eso hizo, eso hacía, lo que estaba en sus manos. Los animales son, los animales eran todo para él. El conflicto armado continúa, pero Ben consiguió que el zoológico ahora esté protegido. Me acuerdo, esa noche me llamó desolado. Todo era pestilencia, nubes de moscas, cadáveres y el olor a hierro de las cantidades de sangre que había por todas partes. No, nunca le importó poner su vida en riesgo. Rescató a los animales que escaparon, entre ellos, rescató a los rinocerontes que vimos en la televisión. Los rastreó, estaban en un zoológico privado, entre las especies exóticas de un político. 



Al ataque sobrevivieron algunas especies grandes en muy malas condiciones. Consiguió comida, se encargó de dejar las jaulas en buenas condiciones, y, con ayuda de algunos organismos que apoyan nuestra reserva, enviaron otros animales al zoológico para mantener a cada especie como corresponde. Pronto lo reinauguraron. En los zoológicos y en las bibliotecas nuestros hijos aprenden qué es la empatía, eso es lo que más necesitamos recordar en tiempos de guerra, dijo cuando recibió la medalla, en negritas está lo que dijo allá, en la nota que recorté de la prensa enmarcada a la izquierda allá, al lado de esa foto con Ana, nuestra nieta, unos meses antes de que Ben muriera. A veces me parece una frase extraña, una frase falsa, como si fuera a volver esta noche, como si volviera de pronto para abrir la puerta del refrigerador y ver qué quedó de la tarde. Porque eso es lo que hacía por las noches, cuando comenzaba a oscurecer, antes de la cena le gustaba picar las sobras de la tarde que quedaban en el refrigerador. 


 

(...) Nada era como ahora es, hoy todo es de fácil acceso, todo se comunica fácilmente con un botón, con un clic haces lo que antes no imaginabas siquiera. Hace poco, hace no demasiado tiempo era distinto. Antes había que estar, había que ir, trasladarse, viajar y también había que tener un teléfono fijo. Uno de esos teléfonos pesados, con cable espiral, uno de esos objetos ahora jubilados, emancipados de la vida útil. Así pasa con los objetos en desuso, se van inutilizando, se jubilan de la vida diaria, se independizan de la realidad. Me imagino que todos esos teléfonos ahora deben ser una curiosidad en alguna tienda, una rareza en alguna casa. Pero en ese entonces era un aparato necesario, era la única forma de comunicarme con mi familia en México, y fue necesario durante décadas para comunicarnos con los amigos, algo muy lejano a lo que le tocará a Ana, mi nieta.

BRENDA LOZANO - "Cómo piensan las piedras" - (2017)


Imágenes: Sofía Crespo

domingo, 9 de junio de 2024

DIOS NO VA AL HIPÓDROMO

 


Veíamos la novela de las ocho, un culebrón infinito, nos besábamos en el parque, dábamos una vuelta.

   —Amor eterno —suspiró Renata—. ¿No es una canción?

   —De Juan Gabriel, insigne filósofo mexicano.

   —¿Cómo pudieron inventar tantos cuentos de una sola canción?

   —Ciento cincuenta capítulos y esa novela nada que se acaba. Mamá no se pierde ni las propagandas.

   —La abuela tampoco. Ya viste que discute con los personajes.

   —Como nosotros cuando vemos fútbol y le mentamos la madre al árbitro.

   —Hay muchos que le gritan a un caballo en una carrera. ¿Cómo puede oírlos un caballo metido en un televisor? Y si los oyera, ¿te imaginas al caballo deteniéndose a analizar lo que le dicen? Pensará que es la voz de Dios y torcerá el pescuezo con la ilusión de verlo.

   —Dios no va al hipódromo.

   —Exacto, Antonio. El pobre caballo creerá que tiene voces en la cabeza y que necesita un siquiatra.

   —Caballo loco no gana carreras.

   —Así es, Antonio.

   —En casa, de ocho a nueve no tenemos mamá. Podrían entrar los ladrones y no se daría cuenta de nada.

   —A menos que se llevaran el televisor. ¿Tú crees que Miguel Fernando se queda con Dolores?

   —Se queda —dije—. Tendrán hijos y serán felices, pero no veremos esos capítulos.



   —¿Significa que la dicha no es rentable?

   —No en la televisión —dije—. Pero la desgracia sí: muertos, terremotos, inundaciones, telenovelas con lágrimas. Como dice doña Jerónima, «para qué sufrimos si van a terminar bien».

   —Dolores es pobre.

   —Vas a ver que no. Es hija del millonario…

   —Julio Adolfo Monteverde.

   —Es hija de ese señor. La va a reconocer en su lecho de muerte y le heredará toda su fortuna.

   —Entonces será digna del amor de Miguel Fernando.

   —En las novelas, el amor es para los ricos y los bonitos.

   —¿Y nosotros qué, Antonio?

   —Tú eres bonita.

   —Pero no soy rica.

   —Riquísima.

   Renata enrojeció.

   —Antonio, descarado.

   Había una casa abandonada. El óxido cubría el candado del portón. Más allá de las rejas crecía el jardín como una selva. En uno de los cuartos dormiría la bella durmiente esperando a que acabaran los cien años y el príncipe atravesara el bosque que espantó a los cobardes.

   —La despertará con su espada desenvainada —dijo Renata, feliz, en mi oreja—. La despertará y entonces la pobre sentirá que se muere otra vez.



   El fuego inmóvil en la cocina, el chorro de agua suspendido en la eternidad y el cocinero dormido con una mano en el pescuezo de la gallina y en la otra el cuchillo. Cien años después la gallina despertaría sólo para morir.

   —Princesa y gallina comparten destino —observó Renata.

   Más de una vez sentimos el impulso de colarnos a la casa. Renata había oído que tocaban un piano.

   —Se oye tan triste —dijo.

   Luego supe que en esa casa había muerto una profesora de francés, enamorada de un alemán que vino a escribir una novela y jamás regresó. Otra versión cambiaba al alemán por un militar que murió en una emboscada. Chismes.

   —Murió de amor —dijo Renata.

   Una noche empujé la puerta entreabierta, seguí por el breve zaguán de baldosas coloradas que terminaba en un patio y desde ahí vi a Renata, acompañada, en la sala. Me detuve en seco, como si me hubiera estrellado contra una lámina de acero. No dije nada. El hombre no me vio. Continuó sentado, ensimismado. No pude ver su cara. Renata abrió la boca como si viese un fantasma, y tampoco dijo nada. Retrocedí hasta la puerta. Al rato, cuando alcanzaba la esquina, oí que Renata me llamaba. Me pareció que Renata me llamaba.

TRIUNFO ARCINIEGAS - "Dulce animal de compañía" - (2019)


Imágenes: Nicolás V. Sánchez

viernes, 7 de junio de 2024

LOS AHOGADOS SON DICHOSOS

 


Me embarqué rumbo a Ciudad del Cabo hace tres meses en el barco Anacreonte, para reunirme con la parte menos tediosa de mi familia: un cónsul y su mujer, primos que siempre me protegieron. Todo lo que se espera con demasiada ansiedad se cumple mal o no se cumple. Enferma, tuve que volverme en cuanto llegué, por culpa de un accidente que tuve en el viaje de ida. Caí al mar. Resbalé de la cubierta en el sitio donde están los botes de salvataje cuando me inclinaba sobre la baranda para alcanzar un broche que se me había caído y que pendía de mi bufanda. ¿Cómo? No lo sé. Nadie me vio caer. Tal vez tuve un desmayo. Me desperté en el agua atontada por el golpe. No me acordaba ni de mi nombre. El barco se alejaba imperturbablemente. Grité. Nadie me oyó. El barco me pareció más inmenso que el mar. Felizmente soy buena nadadora, aunque mi estilo sea bastante deficiente. Pasado el primer momento de frío y de terror me deslicé lentamente en el agua. El calor, el mediodía, la luz me acompañaban. Casi olvidé mi situación angustiosa porque amo los deportes y ensayé todos los estilos en mi natación.



Simultáneamente pensé en los peligros que me depararía el agua: los tiburones, las serpientes de mar, las aguas vivas, las trombas marinas. Me tranquilicé con el vaivén de las olas. Nadé o hice la plancha ocho horas consecutivas, esperando que el barco volviera a buscarme. A veces me 
pregunto cómo pude alimentar esa esperanza. Tampoco lo sé. Al principio el miedo que sentía no me dejaba pensar, luego pensé desordenadamente: acudían a mi mente maestras, tallarines, films cinematográficos, precios, espectáculos teatrales, nombres de escritores, títulos de libros, edificios, jardines, un gato, un amor desdichado, una silla, una flor cuyo nombre no recordaba, un perfume, un dentífrico, etc. ¡Memoria, cuánto me hiciste sufrir! Sospeché que estaba por morir o muerta ya en la confusión de mi memoria. Luego advertí, al sentir un ardor agudo en mis ojos debido al agua salada, que estaba viva y lejos de la agonía puesto que los ahogados, es sabido, a punto de morir son dichosos y yo no lo era. Después de desvestirme o de haber sido desvestida por el mar, pues el mar desviste a las personas como si tuviese enamoradas manos, llegó un momento en que el sueño o el deseo de dormir se apoderó de mí. Para no dormirme, impuse un orden a mis pensamientos, una suerte de itinerario que ahora aconsejo seguir también a los presos, a los enfermos que no pueden moverse o a los desesperados que están por suicidarse.

SILVINA OCAMPO - "La promesa" - (2011)


Imágenes: Asya Kozina

miércoles, 5 de junio de 2024

UNA TEORÍA SOBRE LAS CANCIONES DE ÉXITO



Porque lo que Gilbert intentaba hacer era encontrar el fundamento científico para llegar a una teoría sobre las canciones de éxito. Por supuesto, no pensaba en el asunto en esos términos: él lo consideraba como un simple proyecto de investigación y su única ambición consistía en publicar su trabajo en las
 Actas de la Asociación de Física. Pero yo reconocí las implicaciones financieras enseguida. Eran asombrosas.

   Gilbert estaba seguro de que una melodía o una canción de moda impresionaba la mente porque de algún modo se adapta a los ritmos eléctricos fundamentales del cerebro. Utilizaba una analogía para explicarlo: «Es como meter una llave en una cerradura. Las guardas de una tienen que acoplarse a las de la otra para que funcione».

   Enfocó el problema desde dos ángulos. En primer lugar, recogió cientos de melodías populares y clásicas y analizó su estructura o, como él decía, su morfología.

Un analizador de armonías realizaba esta operación automáticamente, clasificando las frecuencias. Por supuesto, era mucho más complicado, pero estoy seguro de que habréis entendido la idea básica.

   Al mismo tiempo, trataba de ver la adecuación entre las ondas resultantes y las vibraciones eléctricas naturales del cerebro. La teoría de Gilbert consistía —y aquí nos adentramos en aguas filosóficas más profundas— en que todas las melodías existentes son aproximaciones burdas a una melodía ideal. Los músicos de todos los tiempos han buscado a ciegas, porque ignoraban la relación entre música y mente. Una vez revelada esta relación, sería posible descubrir la Melodía Ideal.

ARTHUR C. CLARKE - "Cuentos de la Taberna del Ciervo Blanco" - (1957)


Imágenes: Noam Oxman

lunes, 3 de junio de 2024

¿SABES DE QUÉ COLOR ES EL MAR?


 - ¿Cuánto cuesta? -le preguntó Lola.

—¿Cómo? —Necesitó unos segundos para entender que aquella joven pretendía comprarle su pintura.

   —Que por cuánto lo vendes.

   —Pues no sé, no lo he pensado… Ni siquiera lo he terminado todavía.

   —No importa, puedo esperar a que lo termines. Bueno, si aceptas que te lo compre, claro.

   —Y… ¿cuánto crees que puede valer? —preguntó Sabina movida por la curiosidad de saber en cuánto lo valoraría ella. Nunca antes había vendido un cuadro. Se ganaba la vida como camarera o cuidando niños, cualquier trabajo que le surgiera, no como artista.

   —Tienes talento, en realidad, creo que tienes mucho talento, pero resulta difícil cuantificar económicamente algo tan etéreo como el talento, ¿no crees? ¿Hay dinero suficiente para pagar la genialidad?

   —¿De verdad te gusta? Tengo muchos más —comentó emocionada. Y se apresuró a mostrarle una carpeta de grandes dimensiones, cerrada con una cinta anudada en un lazo, en la que guardaba sus trabajos. Lola se entretuvo un rato admirándolos, uno a uno, con sumo interés, mientras Sabina esperaba impaciente la aprobación de una desconocida—. ¿Y bien? —Interrumpió presa de la impaciencia.



   —Son muy buenos, realmente buenos. ¿Siempre pintas el mar?

   —Casi siempre.

   —Y… ¿no temes que tu obra sea repetitiva? —Sabina puso cara de extrañeza y levantó una ceja.

   —¿Repetitiva? El mar nunca es el mismo, el mar es distinto a cada segundo que lo contemplas. El mar es un lienzo que tiene vida y jamás es igual que el instante anterior y nunca se repite. Ninguna ola del mar vuelve a ser la misma en ningún mar del mundo. El mar se reinventa y nunca cansa. —Lola sonrió al escuchar la vehemencia de sus palabras—. ¿Sabes de qué color es el mar?

   —Azul, por supuesto.

   —No lo es. En realidad, el agua del mar es incolora, transparente, no tiene color alguno. Ese azul que vemos es el reflejo del cielo en sus aguas. El mar es el mayor espejo que existe, la mayor inmensidad y el único que sabe dibujar la línea del horizonte —le explicó.

   —Vaya, empiezo a comprender por qué siempre pintas el mar… Creo que a partir de hoy lo miraré con otros ojos —comentó con una sonrisa. 

PAZ CASTELLÓ - "Dieciocho meses y un día" - (2017)


Imágenes: Ray Collins