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lunes, 4 de marzo de 2024

NO HAY MISERICORDIA PARA AQUELLOS QUE CONOCEN EL SECRETO

 


De chica, con la abuela también íbamos al curandero, el Viejo Rodríguez. Vivía en un rancho en las afueras del pueblo, cerca de un barrio pobre, el Tiro Federal.

   Me inquietaba pero al mismo tiempo me gustaba ir a su casa y no me quejaba por tener que atravesar todo el pueblo a pie, siempre doliéndome la cabeza o la barriga porque si la abuela me llevaba era porque tenía empacho o lombrices. El Viejo me daba un poco de miedo. Era muy flaco, como si su propio cuerpo le estuviera chupando las carnes hacia adentro, y esto lo obligara a encorvarse, la piel encogida como una camiseta recién lavada. No recuerdo su cara, pero sí que tenía las uñas largas como las mujeres. Sucias y amarillas, sus garras consumidas se deslizaban sobre mi panza hinchada, dibujando una cruz varias veces mientras murmuraba cosas que no llegaba a entender.
   Su mismo aspecto descarnado le daba una apariencia santa.
   La pieza donde atendía era pequeña y oscura, mal ventilada. La llama de las velas prendidas acá y allá, siempre en sitios diferentes, permitían ver solo un fragmento de la habitación, pintada a la cal para mantener lejos a las alimañas. Nunca pude hacerme una idea completa de cómo era ese cuarto, qué muebles había, ni reconocer las caras de las estampas en las paredes o amontonadas arriba del altarcito de turno.



   Vivía solo y de lo que le dejáramos a voluntad. A veces plata, a veces yerba, azúcar, fideos, a veces un pedazo de carne.
   Además de curar parásitos y atracones de comida, el Viejo Rodríguez tenía el secreto para las quemaduras, los esguinces, la culebrilla y hasta la pata de cabra, ese mal que puede consumir a un bebé, abrasarlo en los jugos de su propio estómago.
   No sé de dónde provenía su poder. Si lo había heredado de su madre o había nacido con él, como una bendición que cada tanto se convertía en una maldición. Cuando su poder se le tornaba oscuro, el Viejo no atendía aunque le tirasen la puerta a golpes, aunque un racimo de niños llorara afuera y las madres le imploraran que abriese. Adentro, seguramente tirado en su catre, el Viejo dormía su borrachera, descansaba de su secreto y su poder, el cuerpo inconsciente por la paliza del vino malo, la mente apagada. En esos días era inútil esperar bajo el rayo del sol a que cayera la noche y no había más remedio que volver sobre los pasos, las tripas revueltas de gusanos, los estómagos cargados, las cabezas embotadas.



   El curandero Rodríguez murió hace muchísimos años, tirado en una cama del hospital San Roque, adónde van a morir los viejos solos, sin familia y sin dinero. Habrá tenido un entierro de pobre, el cuerpo metido en un féretro mal clavado, sin anillas de bronce, para qué si no había deudos para cargarlo, sin lijar, sin barnizar. Un cajón un poco más fuerte que un cajón de manzanas. Habrá pesado muy poco el pobre viejo. Sin responso ni la bendición del cura, pues no hay misericordia para aquellos que conocen el secreto, aquellos que tienen poderes que ofenden a Dios. Habrá sido enterrado en una parcela alejada, de esas que se recuestan casi sobre el alambrado que divide los terrenos del cementerio de los campos lindantes, un alambre de púas para que las vacas no se crucen a mordisquear los tallos de las flores, vencidas en los frascos, los días de verano. Una parcela alejada, donde sepultan a los que no tienen a nadie.
SELVA ALMADA - "Chicas muertas" - (2014)

Imágenes: Aleph Geddis


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