Desapegos y otras ocupaciones.

miércoles, 6 de diciembre de 2023

EL DÍA EN QUE ENCONTRÓ LA BOMBA


El día en que se le enganchó la mano derecha en la máquina cosechadora hacía mucho calor. Un calor de esos que te obligan a moverte con torpeza, que no te dejan mirar más arriba de las cejas, mojadas y llenas de polvo, y que tensan las cuerdas como serpientes, y las terminan enredando con las cuchillas.

   Perdió el meñique y el anular de la mano derecha, y le quedaron tres dedos y una cicatriz bastante bien curada que parecía la pata de un pájaro. De dentro de los hierros no recuperaron ni una uña entera, pero podía seguir trabajando, y pasaban cosas peores, mucho peores.

   El día en que encontró la bomba también hacía mucho calor. Como si a mediados de julio hubieran cubierto los campos con una manta. Cuando sintió el tirón detuvo el tractor, levantó el arado, lo apartó cuatro o cinco metros para allá y se bajó. Primero le costó mucho entender qué era, porque estaba rebozada de tierra. Pero cuando lo tocó y le limpió la tierra, pensó que era muy probable que fuese un mortero de la Guerra Civil. Y le hizo mucha gracia, porque él, de la Guerra Civil, lo máximo que había encontrado eran unas monedas enterradas en macetas. Lo cogió con mucho cuidado para quitarlo del medio, y pensó que ese mamotreto debía de pesar por lo menos veinticinco kilos. Un perro de veinticinco kilos es demasiado esmirriado como para sobrevivir en el campo. Estaba harto de enterrar perritos falderos demasiado pequeños detrás de la granja. En una explanada bonita, repleta de tomillo. A los que habían matado otros perros más grandes, o coches, o alguna enfermedad insignificante. En el campo hay que tener perros grandes y sufridos, un pastor alemán o un mastín, perros que le aúllen a la luna y sean capaces de enfrentarse a los jabalíes. 



Cuando se le murió Taques, le había tenido que pedir ayuda a su hermano para enterrarlo. Primero para cavar el hoyo, amplio y hondo, y después para arrastrar hasta allí al pobre animal. Ese mastín pesaba por lo menos setenta kilos y era grande como un ternero; lo acompañaba cada día a la granja y lo esperaba debajo de la higuera, y si había chicos, o ancianos, o vecinos o animales temerosos, era tan respetuoso que se sentaba.

   Ahora estaba prohibido enterrar a los perros en casa. Los tenías que arrojar al contenedor de cadáveres. En verano había visto a los chicos correr a esconderse dentro de casa, o hundir la cabeza en el arroyo casi compulsivamente, para no sentir el olor a carroña cuando llegaba el camión a recoger los animales muertos del contenedor. El camionero saludaba desde lejos con una mano o con la cabeza. Nunca se bajaba, ni paraba más tiempo del necesario, y la verdad es que se lo agradecían porque el hombre acarreaba la muerte detrás de sí. Y no una idea abstracta e higiénica de la muerte, nada de la figura negra, atildada y con guadaña. Acarreaba la peste a carroña que emana de la muerte, infecta y abusiva, ácida y caliente, que irrumpe nariz adentro. A Vicenç Ballador le despertaba curiosidad, ese señor. Pensaba que debía ser difícil amar a alguien que siempre oliera a carroña. ¿Cómo no le iba a quedar a ese pobre individuo olor a carne putrefacta debajo de las uñas o en el cuero cabelludo, por más que se restregara en la ducha? Y se lo imaginaba viviendo en un edificio donde, instintivamente, después de siete millones de años de evolución, los vecinos evitaban compartir el ascensor con él.



   Pero de cualquier forma era terrible que no te dejasen enterrar a los perros o a los gatos en casa, y poder contarles a tus hijos dónde estaban, y que tuviesen un lugar, y una mata de tomillo encima. Aunque la gente hiciera lo que había que hacer. Por más que todos los que tenían un terrenito enterraran allí a sus animales queridos, aun así, era una irreverencia eso de meterse en casa de los demás a decirles lo que tenían que hacer. Como también era terrible tener un perro grande, verdaderamente preparado para sobrevivir, un perro nacido para correr mucho y ser libre y vivir en el campo, y estar obligado a tenerlo atado toda la vida. Porque esa era otra cosa que tampoco podías hacer: tener los perros sueltos y que te esperaran bajo la higuera.

   Dejó la bomba a un lado con cuidado, y volvió al tractor. Los tractores con radio y aire acondicionado eran, sin duda alguna, el invento del siglo. Vicenç Ballador no veía nunca películas de la Guerra Civil. Ni de la Guerra Civil, ni de campos de concentración, ni de chicos con cáncer. Dio marcha atrás, clavó el arado ahí donde lo había levantado y continuó.

   Cuando era pequeño, en esa casa tan húmeda y con tantas goteras que solo se podía estar en la cocina, aunque los huesos se te pudrían de todas formas, una tía abuela de su padre, medio ciega y que siempre estaba remendando calcetines, le contaba la única historia divertida de la guerra que había escuchado jamás: cómo su abuelo se había salvado de ir. Se había escondido con su hermano debajo de una vaca. Cuando se dieron cuenta de que las cosas se estaban complicando, habían cavado un foso debajo del establo de las vacas y se habían metido dentro. Las mujeres y el abuelo habían puesto un tablón grueso encima, y estiércol y paja y, por último, las vacas. Cuando vinieron a buscarlos no los encontraron, y se habían arriesgado a que los fusilaran, pero se salvaron de la guerra. La tía decía: «Un hombre muerto solo alimenta el palmo de tierra donde está enterrado», y cuando ya la cabeza se le iba, se reía sola y parecía una hiena.



   Cuando terminó de labrar, llamó a la policía. No tenía todo el día para esperarlos, pero fue hasta la casa, se sirvió agua y se sentó en el porche mirando al campo.

   Una vez los chicos habían corrido a buscarlo porque habían encontrado un cadáver. Vicenç hijo traía una mandíbula en la mano y Marta lo seguía. Vicenç padre había agarrado el hueso seco y gris, lo había examinado y había matado la aventura detectivesca diciendo que era un hueso de cordero. Ahora, Marta estaba terminando veterinaria y Vicenç hijo daba clases de música y tocaba la batería en un grupo en el que no hacían otra cosa que gritar, pero se ve que eran buenos, y habían hecho una gira por Inglaterra, y se llamaban John Deere, que era la marca de su tractor. Ese detalle hacía que se sintiera bastante orgulloso.

   Un poco después aparecieron los mossos. Le dieron la mano. A la gente siempre le chocaba estrecharle la mano con tres dedos. Los acompañó hasta donde había dejado la bomba y se quedaron custodiándola mientras llegaban los artificieros. Volvió a casa, tomó una cerveza de la nevera y se volvió a sentar en el porche de cara a la policía. Pensó que, para la hora que era, ya mejor esperar a Mercè para almorzar, y que por la tarde no iba a poder volver al campo, porque las nubes lenticulares sobre las cimas anunciaban temporal. Pegó un trago largo con mucho gusto a cebada y observó a los artificieros que se acercaban a la bomba con su vestimenta de astronautas. Su campo parecía una película de Van Damme o de Seagal. Y se rio solo, de repente, de pensar en la cara que habrían puesto si lo hubiesen visto a él acarreando el mortero como si de un perro muerto se tratara.

IRENE SOLÀ - "Los diques" - (2021)


Imágenes: Cal Lane

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