Desapegos y otras ocupaciones.

jueves, 5 de septiembre de 2024

UNA BALA ES UN OBJETO PERFECTO, ESTÉTICO


 Pero los peores no son los que lo incordian con llamadas anónimas o escondiéndose tras un avatar en las redes sociales para insultarlo. Ni siquiera los que se atreven a ir un poco más lejos y le dejan notas amenazadoras en el buzón de casa o en el parabrisas del coche. No, los peores son los que lanzan sus torpedos sabiendo dónde está su línea de flotación: en Samuel. Nada le duele más a Ibarra que abrir al azar cualquier página en internet y encontrarse con las voces anónimas de quienes se esconden tras una falsa identidad para lanzar todo tipo de burlas e insultos contra su hijo. O encontrar en el buzón una fotografía de Samuel con comentarios infamantes a cuento de la enfermedad que padece. «Gnomo», «adefesio», «monstruo»: son algunas de las mofas encarnizadas que provoca su aspecto.

   Samuel es frágil, quebradizo como una cosa construida contra los elementos y la razón. Padece el síndrome de Williams, una mutación genética causada por la falta del cromosoma 7 que le hace tener un rostro peculiar. Aunque eso, su aspecto, es lo de menos; lo peor es que la pérdida de material genético es la causa de su enfermedad psíquica, de sus problemas visuales, dentales y estomacales.



 Pero esa enfermedad terrible es también la causa de su maravilloso oído para la música, aunque a nadie parezca importarle ese don. A través de la música, Samuel es capaz de expresar su estado de ánimo, de comunicarse con el mundo. Un mundo que la mayor parte del tiempo es hermético y ajeno. Si Samuel viviera lo suficiente, podría ser un músico extraordinario… Si viviera lo suficiente. Suena extraño pensar en un concepto como ese. La primera vez que lo operaron, Samuel tenía cuatro años. Acaba de cumplir los veinte y las cicatrices se suceden. No cumplirá los treinta: se apagará muy despacio, o tal vez en un espasmo horrible. Serán el corazón, o los riñones, o el hígado los que provoquen el colapso. Y él, su padre, el héroe, no puede ahorrarle ni un átomo de padecimiento.

   Nadie sospecha lo que Ibarra piensa cuando Samuel se retuerce y sufre, cuando grita y luego se calla para mirarlo fijamente como un animal agotado. A veces, Ibarra imagina que saca a su hijo de la cama para llevarlo al bosque y poner fin al sufrimiento de ambos. Sería rápido. La niebla envolvería el sotobosque, los troncos humedecidos, las piedras alisadas y los pequeños arroyos. Un paseante cualquiera descubriría, días después, sus cuerpos semienterrados entre la hojarasca. Los dos en paz, por fin.



   Ese pensamiento, matar a su propio hijo, le aterra, pero no logra sacudírselo de encima.

   Examina la pistola sobre la mesa, con el cañón vuelto hacia él susurrando promesas de paz y de olvido. La sopesa en la mano derecha, monta la corredera y la deja ir con un chasquido.

    Una bala es un objeto perfecto, estético. Una píldora contra el dolor, un remedio definitivo. Y ahí está, dispuesta, esperando a que se decida. Como cada noche desde hace tres años. Abre la boca y abraza el estremecimiento que provoca el metal al entrar en contacto con la lengua. Muerde el cañón para que no tiemble e inclina la mano que sujeta el arma. Un disparo, un fulgor y el fundido al negro. Sencillo, a condición de no vacilar. Cuando ya no se puede volver atrás, ese instante de duda resulta fatal. Lo ha visto en otros. Es mejor sujetar la muñeca con la otra mano, apretar fuerte y cerrar los ojos para no verlos estallar.



   Contiene la respiración, aprieta los párpados, busca con el índice el gatillo. Presiona —nunca lo suficiente— y retrocede, en una macabra danza que le destroza los nervios. «¡Hazlo de una puta vez!», grita dentro de su cabeza. Y, sin embargo, también esta noche lo vence la imposibilidad. Deja caer la pistola entre las piernas con un grito mudo. Una desesperación sin final. «Cobarde, eres un maldito cobarde».

   Durante muchos minutos permanece postrado, ausente. Luego abre la cajita de madera de sándalo tallada a mano con una representación de la diosa Párvati en la tapa. Un regalo de su esposa, para que guarde sus malas vibraciones. Ibarra sonríe con una mueca desmayada. Las «malas vibraciones». Lo único que guarda en ella son las pastillas de perfenazina y clozapina que toma en secreto. Si sus superiores lo supieran le darían la baja de inmediato.

VÍCTOR DEL ÁRBOL - "La víspera de casi todo" - (2016)


Imágenes: Jaime Sanjuán Ocabo

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.