Habían ido al parque y caminaban entre la multitud. Los tres. Tres tristes tigres sin trigo. Era domingo porque Renata llevaba sus zapatos bonitos: negros, relucientes, con trabilla. La abuela se los había enviado de Málaga en una caja amarilla, con un billete nuevo y un libro de oraciones con las tapas desgastadas y dedicado en tinta azul a una tal Clementina Arcabuco en 1904. Renata trataba de alargarse el borde de un vestido demasiado corto. En cualquier descuido la gente le vería los calzones. Me estoy estirando como una melcocha, pensó. A ella y su hermano, casi siempre como regalo de Navidad o de cumpleaños, el padre les compraba la ropa demasiado grande, y había que usarla hasta que el cuerpo no cabía y reventaba las costuras, de tal manera que al comienzo se sentían como payasos extraviados y al final como locos atrapados en una camisa de fuerza. Era el principio de una tarde melancólica, una flor en el pavimento, un árbol al borde del abismo, un árbol que se despeñaría sin estruendo en las aguas de un río amarillento que lo arrastraría hasta el fin del mundo. Había llovido casi toda la mañana y olía a tierra revuelta.
El padre les ofreció papas fritas. «Con harta sal», precisó Renata. «Con limón», exigió Víctor Manuel. «Con sal y limón», dijo el padre. Comían papas fritas en una banca de cemento cuando pasó el niño con el caballo de cristal. Los tres lo vieron pero nadie dijo nada. Un ciego lánguido tocaba el saxofón junto a su sombrero tirado en el piso y la gente le arrojaba monedas sin detenerse a disfrutar la música. Víctor Manuel se imaginó realizando el ademán de depositar una moneda en el sombrero para tomar todas las que pudiera y proseguir su camino como si nada. Alguien dejó escapar un globo. Renata terminó la bolsa de papas y siguió con hambre. Quiso probar uno de esos helados de colores pero no se atrevió a expresar el deseo, y de todas maneras se trataba de un hambre que no saciaría con una ballena entera ni con todas las ballenas de todos los mares, todos los arcoíris, todas las nubes, todas las palabras de los libros y todas las palabras de las bocas. Se lamió la sal de los dedos, se limpió los dedos en la falda. El globo se extravió entre las nubes. Una mujer bellísima de dulces piernas de avena y afilados tacones se acercó, arrojó al viento la cascada de sus cabellos y le susurró al ciego una frase que lo hizo sonreír. Madre, pensó Renata, contemplándola. El padre, por su parte, la imaginó sudorosa y desnuda, con las piernas abiertas y los cabellos desparramados sobre la almohada. En la cabeza de Víctor Manuel, en cambio, no había espacio sino para el resplandor de las monedas. Tres tristes tigres del deseo con tres tristes bolsas de papel vacías, en una banca del parque.
El ciego guardó el saxofón en el estuche y las monedas en los bolsillos, se caló el sombrero, tomó a la mujer del brazo y se alejó. «Voy a orinar, papá», dijo Víctor Manuel y se perdió entre la gente. Renata y su padre lo esperaron casi una hora. Luego comenzaron a buscarlo, peinando el área, inexpertos, torpes, ansiosos, sin atreverse a pedirle a la gente que se apartara. Lo encontraron junto a un árbol, a gatas y con las manos untadas de tierra húmeda, jugando con el caballo de cristal. «Devuélvelo», dijo el padre. Víctor Manuel corrió con el caballo y no regresó. Esta vez no pudieron encontrarlo. «Vamos a casa», dijo el padre. Quemaron tiempo en el paradero contemplando al hombre que vomitaba fuego en las pausas del semáforo: negro y sudoroso, escupía gasolina sobre una antorcha para escribir latigazos de fuego en el aire. «Vámonos, Cabrita», dijo el padre. Dejaron pasar tres autobuses con destino a Tintorredondo, dándole tiempo a Víctor Manuel, y al fin se resignaron. Vieron pasar casas y gente desde la ventanilla. No se dijeron nada pero ambos pensaban en la inminencia de la noche y el incierto destino de Víctor Manuel, perdido en la ciudad. Aliviados, sorprendidos, encontraron al muchacho en el patio de la casa, jugando con el caballo de cristal. «Qué diría tu madre», dijo el padre y le arrebató el caballo. Lo guardó bajo llave en el baúl. Esa misma noche Víctor Manuel violentó el baúl y se escapó con el caballo.
TRIUNFO ARCINIEGAS - "Dulce animal de compañía" - (2019)
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