Esta es la historia de mi odio.
Otros debieron combatir tiranías, derrumbar imperios, tirotear príncipes incluso, como quien tirotea conejos. Otros debieron combatir reinos que gobernaban la vida de millones. Yo, que soy cobarde en toda norma, sólo me alzo contra la sociedad anónima que rige la mía. Como exigen los tiempos mezquinos que corren, apenas soy capaz de oponerme a que la vida de oficinista me anule. O que me balde más de lo que ya me ha baldado.
Soy subversivo en mi propia escala. No aspiro a la revolución sino a otra cosa, que ahora mismo sólo entreveo y que se parece a la autoconservación y la delincuencia.
Me llamo Gabriel Lynch y mis días se agotan en un escritorio de la división de impresiones de un conglomerado de diseño y edición. Tengo un lapicero, una máquina en buen estado, una silla casi cómoda, dos lupas y un muestrario de papeles y tintas que es reemplazado cada seis meses para incluir productos nuevos, aunque esencialmente iguales a los anteriores.
Explicaré, a modo de esbozo, el escalafón de este reino. Soy supervisor y dependo de un gerente llamado Constantino. Diez técnicos me deben lealtad. Diez supervisores se la debemos a nuestra vez al gerente, último eslabón visible —para los empleados de bajo nivel, como yo— de la cadena de mando.
Sólo al gerente le está permitido escalar al tercer piso de nuestra torre de oficinas y talleres y respirar el aire de los amos, esos seres pálidos y prácticamente incorpóreos que pueblan las coordinaciones y la presidencia.
Me obsesionan, debo admitirlo, los amos. He visto o soñado ver sus siluetas en el ascensor, a través del canal de vidrio esmerilado que lo divide del nuestro. He observado el talle y las piernas de sus mujeres por detrás del enrejado del estacionamiento. Por eso solicité la plaza de gerente cuando quedó libre, cuando el sujeto que la ocupaba llegó a ser lo suficientemente pálido y etéreo como para ascender a una coordinación.
Fracasé. Mis méritos eran pocos. Soy blanco y sospecho que haber llegado a un puesto de supervisión tiene que ver con ello. Pero no parezco, fuera del tono de la piel, uno de los amos: no uso pantalones de pinzas ni me repego el cabello al cráneo con gomina ni provengo de la cosecha de alumnos de los colegios privados que generalmente ascienden por nuestra escala de Jacob hasta lo más alto, como ángeles que son.
No: yo soy carne de escuela numerada. Me enseñaron humildad y resignación. También me enseñaron unos episodios patrios que eran mentira y unas fórmulas técnicas que no tenían más remedio que ser verdad.
Tú eres un resentido. Eso me dijo una chica que se acostaba conmigo en la universidad, aburrida de mi interminable plática sobre la estupidez de sus padres y amigos, la imbecilidad de nuestros profesores y nuestra propia e insondable arrogancia.
Sí: era y soy un resentido. Al menos en eso tenía razón aquella chica, a quien nunca me atreví a decirle que su boca no olía bien ni resultaba agradable su sudor, a la que no le dije que habría hecho mejor adoptando el baño como práctica regular para dejar de asfixiarme durante sus desplantes amorosos.
Un resentido sólo pide trabajo por dos razones: para que no se lo den y quejarse o para que se lo den y quejarse más. Yo soy de la segunda calaña.
Algo hay en mí que responde al ideal de autosuperación que cada empresa cacarea a sus esclavos. Prefiero trabajar a no hacerlo; prefiero contar con poco dinero que no contarlo en lo absoluto. Prefiero la ropa barata que los harapos.
Pero, de cualquier forma, odio.
ANTONIO ORTUÑO - "Recursos humanos" - (2007)
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