Al día siguiente estabas taciturno, sentado sobre el respaldo del sofá, inmóvil, mientras los demás charlaban. Tenías una herida en la mejilla que se prolongaba casi rozando la comisura de los labios. Tu cabeza quedaba en la penumbra y parte de tu pecho, pero no así tus piernas, que descendían, firmes. No podría concretar cuánto rato pasé mirándote. Estabas pálido y al no llevar puestas las gafas se veía más definido el azul de tus ojos, y aquella profunda raja en tu mejilla… Yo estaba sentada en el sofá de enfrente y te miraba sin ningún disimulo, pero sin conciencia de mí misma, llevada por mis movimientos mentales que definían tu imagen para siempre. Tal vez aquella herida explicitaba, concretaba de modo patente mi sentimiento hacia ti, porque tú serías ya para siempre el lacerado, el inmóvil que es, hermosamente en la penumbra, envuelto en una atmósfera difusa, guardando para ti la calidez carnal oculta por la herida, una cicatriz que distribuía tu rostro, una señal indicativa, la marca, el signo, nuestro signo de seres arrojados a la existencia, a la finitud, al dolor…
Y esto era precisamente lo que te diferenciaba de Raúl, que todo tu cuerpo y tu rostro expresaban aquella herida.
CLARA JANÉS - "Los caballos del sueño" - (1989)
Imágenes: Alice Fox
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