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sábado, 24 de febrero de 2024

CON LA SEQUÍA LLEGÓ LA POBREZA


La cubeta desciende por el pozo hasta topar con una superficie más consistente que el agua y emite un sonido que Remigio ya venía esperando. Está por cumplirse un año de la última lluvia y la gente se reúne desde julio cada tarde para orar en la capilla de San Gabriel Arcángel, pero ya corre septiembre y ni una gota, ni un escupitajo del cielo. De vez en cuando amanece el rocío sobre hojas y ventanas, mas eso apenas lo distinguen los madrugadores, ya que el sol se lleva toda humedad tan pronto surge sobre Icamole. Una ocasión se aproximaron nubes cargadas por el oriente, y algunas personas se treparon a cualquier loma para azuzarlas desde ahí. Aquí estamos, vengan, tenemos sed, y varias mujeres abrieron sus paraguas para demostrar su inflexible fe, una fe que no alcanzó a mover montañas, al menos no el cerro del Fraile, a veinte kilómetros de ahí, pues todos acabaron por ver decepcionados cómo las nubes chocaban contra sus picos y laderas, derramando allá mismo su perfecta carga. No fue ni la primera ni la última vez que el cerro del Fraile les robó las esperanzas, por eso la contigua Villa de García continúa verde, mientras que en Icamole las acequias son avenidas para los tlacuaches. Remigio da un tirón a la cuerda que sostiene la cubeta y la suelta de nuevo. El sonido se repite: una percusión. A él le habría disgustado lo mismo que del fondo brotara la melodía de un arpa o el canto de una sirena; la única voz de su noria debería ser un chapaleo.


   Revisa la cuerda y se da cuenta de que algo anda mal. Él sabe que el pozo mide ocho metros hasta el fondo y por eso la cuerda tiene un nudo justo en esa longitud. Según sus cálculos, al menos queda medio metro de agua, suficiente para regar el aguacate y bañarse esa y otras cuantas mañanas y salir a pasear por Icamole con los cabellos agitados por el viento, con la cara fresca, los dientes limpios, y saludar a las mujeres de cabelleras tiesas, envueltas en pañoletas, a los hombres de caras polvosas y tierra entre las uñas, en ese Icamole sin otra humedad que el sudor y el agua de los tambos que Melquisedec acarrea en su carreta desde Villa de García. Con la sequía llegó la pobreza y el día en que el repartidor de refrescos dijo ya no me sale el viaje hasta acá para vender tan pocas botellas. El agua de Melquisedec es gratuita; la carga en una acequia comunal de Villa de García y el gobierno del estado le paga una iguala por su esfuerzo y el de las mulas que remolcan la carreta en un trayecto ligero de ida y sufrido de vuelta.

   Por evitar el desperdicio, la gente dice el agua de Melquisedec es para beber, no para lavarse los pies, y eso impulsa a Remigio a provocarlos con su cara recién lavada. Yo bebo, les dice con la mirada, yo me ducho, y hasta riego mi aguacate sin perseguir la carreta de los tambos; si bien, cuando alguien le hace la pregunta, él responde sin titubear que su pozo está tan seco como el resto.



   Zarandea la cuerda una y otra vez sin éxito, sin sentir que la cubeta dé un mordisco a ese medio metro de agua, y decide que un obstáculo le impide llegar hasta el líquido. No sería el primer animal sediento en causarle problemas. Tres años atrás hubo de sacar a un coyote, que encima se defendió como si Remigio fuera el enemigo y no el rescatista. Y, sin embargo, no se molestó con el animal. Sabe que cualquier muerte es preferible a la provocada por la sed.

   Trae una lámpara de petróleo, la ata a la cuerda de la cubeta y la baja por el oscuro buche de la tierra. Primero distingue el resplandor de dos ojos claros, luego el rostro blanco, infantil, de retrato antiguo; al final, una cabellera larga y negra todavía bien peinada. Calcula que ese rostro ya recibió doce cubetazos y, luego de mirarlo un par de minutos, acaba por concluir que no parpadea.

DAVID TOSCANA - "El último lector" - (2005)


Imágenes: Annalise Neil

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