Desapegos y otras ocupaciones.

viernes, 2 de octubre de 2020

SARAH BERNHARDT

  

   Su metro y medio escaso no se consideraba la estatura idónea para una actriz; además, era demasiado pálida y demasiado delgada. Parecía impulsiva y natural tanto en la vida como en el arte; rompió normas teatrales, a menudo se volvía hacia el fondo del escenario para declamar un parlamento. Se acostaba con todos los hombres importantes. Amaba la fama y hacerse publicidad; o, como expresó Henry James con suavidad, era «una figura admirablemente dotada para hacerse ver». Un crítico la comparó sucesivamente con una princesa rusa, una emperatriz bizantina y una begum de Mascate, y concluía diciendo: «Ante todo es tan eslava como se puede ser. Es mucho más eslava que todas la eslavas que he conocido.» Con poco más de veinte años Sarah tuvo un hijo ilegítimo y lo llevaba con ella a todas partes, indiferente a la reprobación. Era judía en una Francia en gran medida antisemita, mientras que en la católica Montreal apedrearon su carruaje. Sarah era valiente y aguerrida. 


   
Naturalmente, tenía enemigos. Su éxito, su sexo, su origen racial y sus despilfarros bohemios recordaban a los puritanos por qué a los actores solían enterrarlos en tierra no consagrada. Y a lo largo de las décadas su estilo dramático, en otro tiempo tan original, inevitablemente se quedó anticuado, ya que la naturalidad en escena no es más que otro artificio, como el naturalismo en la novela. Si bien la magia funcionaba siempre para algunos –Ellen Terry dijo de ella que era «transparente como una azalea», y comparó su presencia escénica con «humo de un papel que se quema»–, otros no eran tan amables. Turguéniev, aunque él mismo francófilo y dramaturgo, la encontraba «falsa, fría, afectada», y condenaba su «repulsivo chic parisino».


  
 (...) Al día siguiente, lo único que impidió a Fred sentirse plenamente exultante fue la pregunta: ¿había sido demasiado fácil? En Sevilla había dedicado muchas horas a aprender el lenguaje del abanico de una solemne señorita andaluza: lo que significaba realmente ese gesto, aquel ocultamiento, ese otro toque. Lo asimiló y practicó la galantería en más de un continente, y descubrió mucho encanto en la coquetería femenina. Lo que hasta entonces no había encontrado era aquella franqueza, la explícita confesión de apetito y la voluntad de no perder el tiempo. Sabía, por descontado, que no todo era totalmente franco. Fred Burnaby no era tan ingenuo como para imaginar que le agasajaban a causa de su mero atractivo personal. Comprendió que Madame Sarah no era distinta de otras actrices, y que esperaba obsequios. Y puesto que Madame Sarah era la más grande actriz de su época, los obsequios debían ser similarmente espléndidos. 


   Hasta entonces, Burnaby había ejercido un pleno control de sus flirteos: había que calmar a la chica, nerviosa ante el vasto uniforme que tenía delante. Ahora las cosas eran al revés, lo cual le dejaba perplejo y le excitaba a la vez. No había que andarse con rodeos para concertar una cita. Él la pedía y ella se la daba. A veces se veían en el teatro, a veces él iba derecho a la rue Fortuny, un lugar que –ahora que tenía tiempo para examinarlo– se le antojaba mitad mansión, mitad estudio de artista. Había paredes tapizadas de terciopelo, loros encaramados sobre bustos, jarrones tan grandes como garitas de guardia y tantas plantas erguidas y fláccidas como en el Jardín Botánico de Kew. Y entre semejante derroche y alarde había las cosas sencillas que el corazón deseaba: comida, cama, sueño y desayuno. Un hombre apenas se atrevía a pedir más. Se oía vivir a sí mismo.

JULIAN BARNES - "Niveles de vida" - (2014)

Imágenes: Sarah Moon

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