Desapegos y otras ocupaciones.

domingo, 11 de octubre de 2020

MUDAR DE PIEL

    


   El principal impulso, con todo, se lo debo a Bruno, el hijo de aquellos amigos de mi padre que de vez en cuando nos visitaban. Quizá por lo forzado de nuestros encuentros, durante años nos habíamos tratado con indecisa cautela, pero, a raíz de un complot familiar para enviarnos un verano a estudiar inglés, no nos quedó más opción que intimar. El comienzo, semanas antes de emprender el viaje, fue poco prometedor. Apenas teníamos catorce años, y aún me pregunto qué lo atrajo de mí. Quedamos en una boca de metro para ir a una sesión doble de cine elegida por él y, según me vio, hizo abierta chanza de mi indumentaria aniñada: plumas rojo chillón, reloj digital de pulsera, suéter de manga larga con el logo de la marca bien visible, anodinos pantalones de pinza y mocasines. La suya, consistente en botines gastados, cazadora de cuero, pantalones estrechos y jersey oscuro de cuello alto, era desaliñada a conciencia, y aunque no prefiguraba los rasgos identificativos de ninguna de las tribus urbanas que proliferaban a principios de los ochenta, parecía cuestión de tiempo que adoptara el corsé de una de ellas. Y sí, claro que yo le ofrecía algo: pese a su abuso de una jerga para mí nueva, como llamar viejos a los padres, chupa a la cazadora o peluco al reloj, pese a su mención incesante de películas y de grupos musicales de los que yo no había oído hablar escondía un interior tan frágil como el mío.



   No era difícil adivinar que esa misma precocidad de la que se ufanaba y que seguramente lo convertía en el raro de su colegio, provenía de una soledad tan acusada como la que a mí me atormentaba. Necesitaba un comparsa, un discípulo, un cómplice, y no me avergüenza reconocer que me presté a ello halagado pero con un punto de reserva que nunca abandoné. No le disputé su liderazgo, pues ni lo ambicionaba ni me era posible asumirlo, y a cambio me gané el derecho de no atreverme a ir tan lejos como él en las diversas transformaciones a las que nos sometimos con celeridad asombrosa. De Inglaterra, por ejemplo, llegamos cargados de atuendos y complementos punkis, pero mientras que él no tardó en colgarse cadenas, incrustarse piercings y pintarse o raparse el pelo, yo no fui más allá de modelar el mío con laca, calzar botas militares o vestir camisetas con estampados provocativos y, ocasionalmente, pantalones de cuadros escoceses. Y eso solo un breve período, el que tardé en desertar del puesto de batería en un grupo musical que formamos con colegas, tan imberbes como nosotros, reclutados mediante anuncios en fanzines. Si bien no del todo, ya que ni habría tenido sentido ni me lo habrían tolerado mis amigos, atemperé mis estilismos. Mantuve las camisetas, pero las combinaba con americanas de segunda mano y con largos abrigos y pantalones militares teñidos de negro que sujetaba con tirantes; una estética más cercana a The Clash que a los Sex Pistols, los dos grupos pioneros del punk entre los que nos debatíamos. 

  


   Sin duda, mi padre tuvo su cuota de responsabilidad en ello. Satisfecho con mi ganada independencia, pero receloso de mi precario equilibrio, censuraba mis excesos con leves sarcasmos que cundían efecto. Del mismo modo oblicuo me alertó acerca de las drogas. Me señaló cuáles debía evitar y cuáles podía permitirme, y, con una petulancia enternecedora, llegó a ofrecerse a facilitármelas argumentando que todavía eran más nocivas las sustancias con las que algunas se adulteraban. Por supuesto, el día en que fumé mi primer porro no estaba con él, pese a lo cual nunca me recriminó los ojos enrojecidos con que empecé a llegar los viernes y sábados por la noche. Me consentía salir hasta tarde a condición de llamarlo cada cierto tiempo desde cabinas telefónicas, una libertad de la que no disfrutaban todos mis amigos, el que menos Bruno. Y, como con la vestimenta, también en eso correspondí siendo prudente. En un par de ocasiones inhalé speed, y tardé años en atreverme con el LSD y la cocaína. El primero me dio miedo y la segunda nunca me gustó. Frente a la heroína tenía reparos de más enjundia y no di el paso.

MARCOS GIRALT TORRENTE - "Mudar de piel" - (2018)


Imágenes: Sigurdur Olafsson

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