Desapegos y otras ocupaciones.

martes, 13 de octubre de 2020

CUANDO LAS COSAS VAN MAL EN LA CÁRCEL

   

Cuando las cosas van mal en la cárcel, cuando alguien o algo llega a romper la cerrada fila de los días y los baraja y revuelca en un desorden que viene de afuera, cuando esto sucede, hay ciertos síntomas infalibles, ciertas señales preliminares que anuncian la inminencia de los días malos. En la mañana, a la primera lista, un espeso sabor de trapo nos seca la boca y nos impide dar los buenos días a los compañeros de celda. Cada cual va a colocarse como puede, en espera del sargento que viene a firmar el parte. Después llega el rancho. Los rancheros no gritan su «¡Esos que agarran pan!», que los anuncia siempre, o su «esos que quieren atole», con el que rompen el poco encanto que aún ha dejado el sueño en quienes se tambalean sin acabar de convencerse que están presos, que están en la cárcel. La comida llega en silencio y cada cual se acerca con su plato y su pocillo para recibir la ración que le corresponde y ni protesta, ni pide más, ni dice nada. Solamente se quedan mirando al vigilante, al «mono», como a un ser venido de otro mundo. Los que van a los baños de vapor perciben más de cerca y con mayor evidencia al nuevo huésped impalpable, agobiador, imposible. Se jabonan en silencio y mientras se secan con la toalla, se quedan largo rato mirando hacia el vacío, no como cuando se acuerdan «de afuera», sino como si miraran una nada gris y mezquina que se los está tragando lentamente. 
 

   Y así pasa el día en medio de signos, de sórdidos hitos que anuncian una sola presencia: el miedo. El miedo de la cárcel, el miedo con polvoriento sabor a tezontle, a ladrillo centenario, a pólvora vieja, a bayoneta recién aceitada, a rata enferma, a reja que gime su óxido de años, a grasa de los cuerpos que se debaten sobre el helado cemento de las literas y exudan la desventura y el insomnio.

   Así fue entonces. Yo fui de los primeros en enterarme de lo que pasaba, después de dos días, dos días durante los cuales el miedo se había paseado como una bestia ciega en la gran jaula del penal. Había muerto uno en la enfermería y no se sabía de qué. Envenenado, al parecer, pero se ignoraba cómo y con qué. Cuando llegué a mi crujía, ya mis compañeros sabían algo más, porque en la cárcel corren las historias con la histórica rapidez con que transmiten los nervios sus mensajes cuando están excitados por la fatiga. Que era un «tecatero»[1] y que se había inyectado la droga unas horas antes de morir. Que iban a examinar las vísceras y que al otro día se sabría. Al anochecer todo el penal estaba enterado y fue entonces cuando entramos en la segunda parte de la plaga, como entonces la llamé para decirle por algún nombre. 
[1] Adicto a la heroína.

ÁLVARO MUTIS - "Diario de Lecumberri" - (1960)
 
Imágenes: Cormac

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