Desapegos y otras ocupaciones.

martes, 20 de agosto de 2024

UNA COLECCIÓN DE TIPOS CON LEOTARDOS Y CACHIPORRAS


Joseph se asomó por la ventana de su cocina buscando un poco de aire que no oliera a café quemado y grasa. Como cada mañana, medio enterrado entre plantas, bicicletas destripadas y sábanas que la humedad no dejaría secarse, distinguió en el patio al vecino del bajo haciendo pesas con su pitbull a los pies del banco.

   De otro piso de la corrala le llegó el sonido de unas risas infantiles, y de un tercero, los ecos de una pelea de pareja. Se rascó la cabeza, despeinada por la almohada, abrió el grifo y llenó un vaso de agua. Se sentó a la mesa cubierta con un hule de cuadros rojos y azules y abrió las dos cajetillas de cartas que tenía al alcance de la mano. Cuando estaba en casa, siempre jugaba al solitario Klondike. Si la pulsión le sorprendía fuera y únicamente conseguía una baraja, recurría al solitario tradicional. Odiaba el solitario escalera, el golf y el spider, toleraba a medias el forty thieves y, con algo más de entusiasmo, el freecell. En lo que se mostraba inflexible era en las barajas.



 La inglesa y su hermana mayor, la baraja francesa, lo convencían por igual, pero no le veía sentido a jugar con una española. Sostener en la mano una colección de tipos con leotardos y cachiporras de las que crecían hojas estropeaba esa ficción que necesitaba vivir por un simple segundo: la ilusión de sentarse de nuevo a una mesa de póker, extender los dedos y tocar el borde de un vaso. También evitaba los ordenadores y los teléfonos, pero por la razón opuesta: jugar con una máquina le resultaba demasiado parecido a sentarse frente a alguien en una partida real. En parte por ese motivo y en parte por otras manías, en su casa no había ordenadores y su teléfono era de prepago, con acceso limitado a internet. Joseph había aprendido a no confiar en sus impulsos, y no porque el juego fuera un problema en sí mismo. Siempre se había considerado un jugador demasiado incompetente como para caer en la adicción, pero un día había descubierto que su cerebro funcionaba como un queso emmental, perforado por túneles que se comunicaban entre sí de forma caprichosa, y nunca en beneficio de su propietario. Así, la experiencia le había mostrado que existía un conducto en su cabeza que comunicaba la emoción de las apuestas con ciertos placeres peligrosos. Especialmente, con el baile de los cubitos dentro del cristal, el olor a malta y los brillos del vaso bajo la luz opalina necesaria para disfrutar de una buena partida; y que, a través de ese conducto del licor, se llegaba a territorios aún más oscuros de los que prefería no volver a tener noticia. Por eso, Joseph había comprendido que, para tenerse a sí mismo bajo control, necesitaba renunciar a muchas cosas sin las que antes pensaba que no sabría vivir, como el tabaco, las cartas o el alcohol. Nada que aportase demasiadas emociones era bienvenido en aquel tiempo y aquel lugar.

JERÓNIMO ANDREU - "En el vientre de la roca" - (2018)


Imágenes: Karina Eibatova

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.