Desapegos y otras ocupaciones.

lunes, 26 de agosto de 2024

ERAN HOMBRES QUE ESTABAN SOLOS


Eran nadadores entre las estrellas, sus movimientos lentos, esas coreografías impuestas por la ausencia de gravedad, los convertían en una liturgia, como si estuvieran bendiciendo el aire o tratando de alcanzar algo invisible que se les resistía una y otra vez.

   Habían ido lejos, más que cualquiera de nosotros, y acarreaban la maldición de no poder volver del todo, como si una parte de ellos mismos se hubiera extraviado al regreso y lo que volvía fuera un relieve, una copia defectuosa.

   No recuerdo por qué me enamoré de ellos, a veces pienso que fue por esa lentitud, por esa manera de estar flotando sin estar. O quizás por aquello que intuía, por aquella solemnidad que desprendían encerrados en rígidos trajes blancos, saltando de un montículo a otro. Unos trajes herméticos que los aislaban aún más, bajo cientos de capas que no dejaban intuir la piel, la realidad.



   Los había visto en unas imágenes que resultaban cómicas con el paso de los años, manejando aquel vehículo, el Lunar Roving, sobre el polvo del satélite. Pero en realidad no había paisaje que ver sino una oscuridad total, el firmamento convertido en un manto negro que enmarcaba el polvo duro y gris sobre el que se desplazaba el deslavazado y flamante coche con aquella antena dorada que simulaba un paraguas al revés. Una antena que hacía pensar en una suerte de Mary Poppins a punto de levantarse hacia el cielo, pero en qué dirección si todo era oscuridad.

   Encontré en los astronautas un alivio. La prueba fehaciente de que había otros mundos. Mundos de los que no se terminaba de regresar del todo. Había visto documentales, películas, y existía algo desgarrador en la experiencia de aquellos pioneros que dejaron atrás a Amundsen y a Colón que me desarmaba. Regresaban, en apariencia alegres, confiados, triunfadores. Héroes. Pero había un velo que oscurecía sus semblantes en momentos en los que las cámaras los cogían desprevenidos, como si hubieran visto algo que no pudieran contar, y era eso, la incomunicabilidad, aquello que los encerraba en una escafandra para siempre, lo que me conmovía.



   Después llegaban todos a sus casas, a sus familias añoradas, a sus jardines y piscinas, a ese sueño americano estereotipado hasta el último de sus componentes, pero faltaba algo. Todo cuanto pudieran hacer en la Tierra, cualquier intento de exploración, no pasaría de ser una pura redundancia. Después de haber viajado tan lejos, los posteriores destinos no serían más que sombras de un viaje que ya había terminado.

   Contaron que era más difícil adaptarse a la Tierra que al espacio. Hubo anécdotas cómicas, de cómo, de manera inconsciente, a su regreso, empujaban una mesa para que se desplazara flotando o dejaban un objeto en el aire para que se sostuviera en una estantería invisible. Había que aprender a vivir en la gravedad porque aquí, en la Tierra, las cosas pesaban más.

   De vuelta al mundo, fueron hombres perseguidos por la incapacidad de encontrar un significado, de descifrar aquello tan extraordinario que les había ocurrido. Y en esa búsqueda de sentido, algunos astronautas sufrieron cambios de personalidad no solo debido a la fama, como se quiso transmitir, sino que sintieron la llamada de la religión, del arte, de la defensa del medioambiente. Quizás fuera la epifanía que hallaron en aquellos viajes —no en cuanto a experiencia religiosa, sino como reorganización del pensamiento, un «ver más claro», o ver diferente— lo que les forzó a buscar otras experiencias. En última instancia, los primeros astronautas fueron hombres atrapados en la visión de la claridad, pero hombres que no podían volver ni encontraron las palabras para contar lo que habían visto y sentido.

   Eran hombres que estaban solos.

LAURA FERRERO - "Los astronautas" - (2023)


Imágenes: Karen Jerzyk

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.