Desapegos y otras ocupaciones.

martes, 18 de abril de 2023

LAS COSAS AÚN ERAN ENTERAS E INDISCUTIBLES


El Pacheco era el tonto del pueblo que, en realidad, era el más listo del pueblo. Escuchimizado, feo a rabiar, con unos ojos saltones que viraban bruscamente de un lado a otro, labios finos y tumefactos, pantalones enormes sujetos a la cintura por un trozo de cuerda de esparto y la bragueta perpetuamente abierta; lo recuerdo siempre en misa acompañado de su hermana Delfina, una solterona avinagrada y seca de carnes, volviéndose disimuladamente hacia atrás para mirar a los feligreses.

   No iba a misa por devoción sino para mirar las piernas de las mujeres. Bueno, de las mujeres y de los hombres, porque en realidad no hacía ascos a nada.

   Antes de empezar la misa, en el atrio, tras una columna, yo me escondía y lo observaba. Si había mucha gente, él tiraba una moneda al suelo y se ponía a cuatro patas. Con la excusa de que la buscaba, iba palpando los muslos y las pantorrillas, o se quedaba mirando la ropa interior de las mujeres, que se limitaban a dar coces al aire, como si tuvieran tábanos en las piernas o se quisieran quitar de en medio a un perro.



   Un día me pilló mirándolo y ahí empezó todo. Alzó la cabeza y me vio tras la columna. Sus ojos se quedaron prendidos en los míos, que lo observaban con una fascinación preñada de horror. Durante unos segundos nos examinamos mutuamente en silencio, él a cuatro patas, yo de pie, como dos animales asustados. Me empezaron a temblar las rodillas y se me nubló un poco la vista, hasta que de pronto retumbó por el atrio la voz de Delfina:

   —¡Pobre de ti, Antonio, como vea que tocas las piernas de alguna mujer!

   Una vez dentro, en lugar de atender a la misa, el Pacheco se dedicaba a ladear un poco la cabeza para mirar los muslos de la gente. Había un veraneante de Coruña que iba a misa de doce por quien sentía especial predilección, porque tenía las piernas blancas y bulbosas. Arrebolado, morado de deseo, Pacheco le daba un codazo a su hermana y, señalando al veraneante con descaro, susurraba: «¡Ohhhh, qué piernas tiene aqueeeeel!». Delfina le mandaba callar al instante, y entonces él masticaba sin tener nada en la boca, mientras dejaba vagar la mirada, perdida y mórbida, por algún lugar próximo al altar. «Hace calor», decía al fin, frunciendo la nariz.

   Por entonces yo era un niño de unos doce años y mi corazón no sentía nostalgias, ni dudas, ni aprensiones. Las cosas aún eran enteras e indiscutibles, pero aquella mirada del Pacheco supuso un tránsito o una fractura, un camino hacia un nuevo lugar que, a partir de entonces, tendría que recorrer.

CRISTINA SÁNCHEZ-ANDRADE - "El niño que comía lana" - (2019)


Imágenes: Tom Buchanan

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