Desapegos y otras ocupaciones.

miércoles, 2 de noviembre de 2022

QUERÍA IRME SIMPLEMENTE


Tenía algo de pasta, unos miles de euros, casi cuatro mil. Miré ofertas de vuelos, quería irme simplemente, luego ya vería. De momento, me largaba. Decidí no hacer planes que excedieran el día. Es decir, veinticuatro horas. Más allá de veinticuatro horas no existían la vida ni el mundo. Eso me pareció una cosa sensata.

Vi un vuelo directo a Chicago; ah, vale, me voy a Chicago. Pagué con mi tarjeta de crédito. Hice una maleta con algo de ropa. No tenía alojamiento en Chicago, pero eso ya se vería luego. Cogí el autobús que lleva a la T4 de Barajas. Y durante el vuelo vi un par de películas absurdas y un documental sobre dos rinocerontes en peligro de extinción.

Me gustaba la idea de que estábamos cruzando el océano. Me quedé dormido. Soñé con esos dos rinocerontes que se estaban muriendo. Oía su furor agónico. Los dos últimos representantes de su raza.

Los dos últimos paquidermos.

Los dos últimos perisodáctilos.

El vuelo duraba nueve horas. Comí. Volaba con Iberia. No sé, ya estábamos llegando. Entonces vi desde la ventanilla del avión el lago Michigan. Y pensé que qué hacía allí tanta agua; daba la sensación de que más que un lago era un mar. No se sabía lo que era. Me obsesioné con ese lago.

¿Qué demonios hacía allí tanta agua, si no era un mar?



Sin duda, allí había un mensaje oculto que debería resolver en las próximas veinticuatro horas. Tenía que ser necesariamente en las próximas veinticuatro horas, porque mi vida ya ocurría en esos plazos.

No había facturado.

La policía estadounidense me retuvo en la aduana. Un policía gigantesco, obeso y con una nariz prominente me preguntó por Gabriel García Márquez al ver mi pasaporte español. Parecía un rinoceronte. Me dijo que Gabriel García Márquez había muerto. Yo le dije que no sabía quién era Gabriel García Márquez y que ignoraba por completo que hubiera fallecido; quiero decir que al no conocer a Gabriel García Márquez, el acontecimiento de su muerte no tenía significado para mí; si te dicen que se ha muerto una persona a la que no conoces de nada, naturalmente tu reacción ha de ser ninguna, ninguna reacción.

Como mucho una mueca triste de cortesía profesional con el asunto de la muerte: de modo que le di el pésame, pues me pareció que ese tal Gabriel García Márquez era familia del policía. Todo, obviamente, en un inglés británico impecable, que es una de las varias lenguas que hablo.

Le dije que yo solo conocía a un muerto, y este muerto era uno de los muertos más clásicos de España, pues entendí que estábamos hablando de muertos con nombres españoles.

Le dije que el único muerto al que recordaba era Rodrigo Díaz de Vivar. Esto ya se lo dije en un inglés con un salvaje acento jamaicano.

El policía quiso sacarse el muerto de encima, dijo que no era de su familia, que a qué venía semejante conjetura. Le dije que por un momento había pensado que era su cuñado. El policía se ofendió; le parecía humillante que le adjudicase un muerto que no le correspondía. «Bueno —dije—, tú has empezado preguntando, qué quieres que te diga, yo he obrado de buena fe, he pensado que era un fallecido de tu familia, y de verdad que cuando te he dado el pésame lo he hecho con todo mi buen corazón y principalmente pensando en tus sobrinos, los hijos de tu cuñado Gabriel García Márquez; lo habéis tenido que pasar muy mal, comprendo que no te apetezca hablar de eso, pero lo que no entiendo es por qué me has preguntado si conocía a tu hermano, y a su hijo Gabriel García Márquez; la verdad es que la muerte de un hijo nos desangra el corazón».



De repente, le dije lo mismo en árabe clásico.

Me puse a hablar en árabe clásico con el policía.

Otra vez volvía a verlo como un rinoceronte, por eso le dije: «Alá no perdonará tu obesidad, porque es fruto de la molicie y de la falta de respeto a la santa vida que los cielos, en un momento de despiste, te dieron, oh, alma perdida en este trabajo de guardián de la entrada del lago Michigan. Has de saber, alma sagrada, que yo solo vengo a ver el lago Michigan».

Luego se lo traduje al inglés.

Luego al francés.

Me gusta mucho hablar francés en donde se supone que uno debe hablar inglés. Finalmente, me puse a hablar en italiano.

Todo esto, obviamente, me ocasionó pintorescos problemas con la policía de inmigración.

Me llevaron a un cuarto y me ofrecieron un café. Les dije en alemán que prefería una horchata de chufa en vez de un café. Entonces vino un policía que hablaba alemán: un negro muy flaco de un metro setenta escaso.

Le pregunté en ruso a este negro si con solo un metro setenta se podía acceder a un puesto de trabajo tan prestigioso y tan fabuloso como era la custodia de la soledad inextricable del lago Michigan.

Vi que este policía también tenía una nariz prominente, y una cara ancha, con rasgos secos, que le daban aspecto de ser otro rinoceronte.

Volví a hablarles en inglés porque era evidente que allí no había ningún apóstol que gozase del don de lenguas, instituido por Jesucristo hace no dos mil años, sino setecientos sesenta y ocho mil años: mi edad.

Me dejaron marchar.

Estuve retenido casi veinticuatro horas, cosa que me hizo temblar, pero cuando se cumplía la hora veintitrés y treinta y ocho minutos ya estaba en la salida del aeropuerto.

MANUEL VILAS - "Setecientos millones de rinocerontes" - (2015)


Imágenes: Trevor Pottelberg

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