Desapegos y otras ocupaciones.

lunes, 7 de noviembre de 2022

ESTABAN ENTERRANDO A MI MUJER


Me habían ayudado a ir hasta la terraza cubierta. Mi hermana Sonia me había colocado cojines bajo las piernas y apenas sentía dolor. Era un caluroso día de agosto, estaban enterrando a mi mujer, yo estaba tumbado a la sombra mirando el cielo azul mate. No estaba acostumbrado a tanta luz, y una de las veces que Sonia se acercó a ver cómo me encontraba, tenía lágrimas en los ojos. Le pedí que me fuera a buscar las gafas de sol, no quería que me malentendiera. Fue a buscarlas. Sólo estábamos en la casa ella y yo, los demás habían ido al entierro. Volvió y me puso las gafas. Le tiré un beso. Ella sonrió. Pensé: si tú supieras. Las gafas eran tan oscuras que podía observar su cuerpo sin que se diera cuenta. Cuando se hubo alejado, volví a mirar el cielo. Oía golpes de martillo que provenían de un lugar lejano, era un sonido tranquilizador, nunca me ha gustado el silencio absoluto. Una vez se lo dije a Helen, mi mujer, y me contestó que eso se debía a que tenía demasiados sentimientos de culpabilidad. No se podía hablar con ella de esas cosas, pues enseguida empezaba a hurgar en el interior de uno.



Un rato después, cuando los golpes de martillo habían cesado ya hacía tiempo, todo se volvió más oscuro a mi alrededor, y antes de comprender que se debía al doble efecto de una nube y las oscuras gafas de sol, se apoderó de mí una inexplicable angustia. Se disipó inmediatamente, pero dejó una secuela, una sensación de vacío o abandono, y cuando Sonia volvió al poco rato, le pedí una pastilla. Dijo que era demasiado pronto. Insistí y me quitó las gafas. No lo hagas, dije. Cerré los ojos. Volvió a ponérmelas. ¿Tanto te duele?, preguntó. Sí, contesté. Se fue. Al instante volvió con la pastilla y un vaso de agua. Me levantó sosteniéndome por debajo del hombro sano, me metió la pastilla en la boca y me acercó el vaso a los labios. Pude notar el olor a ella.



Poco después llegaron del entierro mi madre, mis dos hermanos y la mujer de uno de ellos. Un poco más tarde llegaron el padre de Helen, sus dos hermanas y una tía suya a quien yo apenas conocía. Todos se acercaron a decirme algo. La pastilla había empezado a hacer efecto, y yo, oculto tras las gafas oscuras, me sentía como un padrino. Me pareció que no tenía que decir gran cosa, pues todo el mundo me adjudicaba, claro está, un profundo dolor, no podían saber que yo estaba allí tumbado indiferente a todo. Y cuando el padre de Helen se acercó a decirme algo, sentí una especie de satisfacción, porque ahora que Helen había muerto, él ya no era mi suegro, ni las hermanas de Helen mis cuñadas.

KJELL ASKILDSEN - "Un vasto y desierto paisaje" - (1991)


Imágenes: Enfero Carulo

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.