Desapegos y otras ocupaciones.

lunes, 4 de julio de 2022

SE MURIÓ TU PAPÁ

 


La noche en que mi padre moría en el hospital, yo limpiaba el arenero de los gatos. Al menos me gusta imaginar que en el preciso momento en que su corazón dejó de latir, yo levantaba la mierda gatuna sin dedicarle siquiera un pensamiento. Aquella noche salí de mi clase de Sociología de Grupos, en donde estudiábamos a los Oneida, los Amish, y a la familia Manson. Para evitar conversaciones en el transporte público, leí algunas páginas del maltratado paperback de Bugliosi en el camino a la casa de Pepita. Abrí con mi propia llave, puse mi mochila en el piso, y llevé la bolsa de víveres a la cocina. No dije nada porque con frecuencia ella suele dormitar y se sobresalta tanto con cualquier ruido, que temo que su corazón se detenga en una de ésas. Encontré la sala a oscuras e iluminándose con los brillos intermitentes de la televisión. La novela de las ocho de la noche apenas comenzaba: mi hora de llegada.

Este trabajo de cuidar a la anciana no estaba nada mal. Sus hijos, ocupados con sus propias vidas, me contrataron por visitarla a diario. Era mi deber alimentar a los cinco gatos que transitaban con libertad a través de la ventana de la cocina, asegurarme que tuvieran comida y agua, limpiar el arenero y hacerle las compras a la anciana, que era en realidad muy independiente y sólo requería ayuda para cambiar algún foco fundido, mover un objeto pesado o enhebrar una aguja. Supongo que yo daba la impresión de ser una buena chica, paciente y modosa, que no extrangularía a su madre con el cable de la plancha para luego huir con su tarjeta de descuento de la tercera edad, los ahorros dentro de la cajita metálica arriba del piano, la foto autografiada de Juan Pablo II, y la figura del Sagrado Corazón que parece abrazar a quienquiera que entra a la casa. Para mí, el trabajo era sólo un ingreso extra que me permitía gastar sin poner mucha atención a mis caprichos. Después de todo, tenía la beca de la universidad y el dinero culposo de mamá, que aseguraba que era su obligación cerciorarse de que yo tuviera una buena educación sin pasar penurias. Pero cuidar de Pepita también tenía el efecto secundario de hacerme acreedora a elogios de extraños y de conocidos, que alababan mi caridad. Trabajar para una ancianita me volvía un dechado de virtudes ante los ojos de los demás y en algunos días, eso es algo que se aprecia tanto como un buen masaje de pies.



Cuando Pepita escuchó a los gatos maullar por mi presencia, extrajo su cuerpo del sofá con cierta dificultad y encendió la luz. Lo normal es que me salude con un buenas-noches-mijita antes de ofrecerme pan dulce y nescafé con leche, además de agradecerme mi puntualidad. No es sano que una jovencita como tú esté así de flaca, dice. Mi respuesta es enarbolar mi talla nueve como una excusa, pero siempre termino comiendo un cochinito de jengibre con un vaso de leche al final. Luego ella suele comenzar con su diatriba contra la gente que llega tarde a todos lados, y con la decadencia de la juventud de hoy. Pero esa noche vi en la cara de Pepita aquella misma expresión de cuando Milo, el gato naranja con rayas, salió para no volver.

¿Pasa algo?, dije mientras abría una lata de atún.

Pepita tiene el cabello corto y canoso y por lo regular lo lleva en un peinado infantil, con broches con forma de flores. Siempre evito mirarla porque no me gusta pensar en ella como un ser patético, así que me concentré en mezclar el atún con las croquetas para gatos.

Acaban de internar a tu papá en el hospital. Está muy grave.

Puse el plato en el suelo y los gatos se juntaron alrededor con sus colas en alto como los rayos de un sol ondulante. Mi madre había insistido en que dejara un teléfono donde me pudieran localizar. No es una oficina, le dije. Aunque sufre de una compulsión por saber en dónde me encuentro exactamente a cada hora del día, niega lo que sucedió bajo el techo de su misma casa durante tantas noches. No fueron las relaciones sexuales metódicamente arregladas, como en la comunidad Oneida, pero igual se permitían; no con una lista previamente concertada, sino con los ojos cerrados. Al final terminé dándole el número de Pepita, sólo para dejar de escuchar su voz. Siempre estuvo ausente de mi vida y pensé que seguiría siendo así: no creí que fuera a llamar.

Gracias por avisarme, dije y me senté en la mesa, con la libreta de las compras y un bolígrafo. Lo apreté con fuerza hasta que mis dedos se pusieron rojos. ¿Qué cosas va a necesitar que le traiga mañana?

Tu papá está en el hospital. No tienes que venir, dijo tocándome el antebrazo.



Es raro pensar que está sufriendo, dije. Pude ver que algo oscuro y problemático comenzaba a concentrarse en sus ojos, pero eso no me impidió seguir. Uno siempre piensa en los papeles como inamovibles, ¿sabe? Sobre todo cuando duran muchos años. No pude evitar mirar el suelo al decir esto. Pero luego fijé la miré en ella y terminé: Así que la noticia que me da es una revolución para mí, doña Pepita.

Dudo que pudiera entenderme. Tal vez lo único que podía captar era el tono de mi voz y mi reacción, que no era la de una buena hija. Vi las orugas moradas de sus venas y su piel con manchas. Su esposo lleva más de diez años muerto, pero Pepita conserva la argolla matrimonial en el dedo arrugado. Así eran las manos de las brujas en mis libros infantiles.

(...) Me dirigí al baño y comencé a limpiar la caja de arena. Los gatos me vigilaban desde cierta distancia, nerviosos. Escuché sonar el teléfono en la recámara. Caminé lentamente, esperando que sonara varias veces y quien sea que fuera, se diera por vencido y colgara. Pero el timbre no cesaba. Pensé que Pepita me gritaría que me apurara a contestar, pero persistió en su afán de mudez. Levanté la bocina: era la voz de Moira. No me saludó ni me preguntó cómo estaba. Lo primero que me dijo fue que mi madre llamó a nuestro departamento para darme la mala noticia.

¿Se le rompió una uña?

No, se murió tu papá.

Después de eso, mi amiga se quedó callada. No la culpo, lo normal en una conversación sería que yo dijera algo, pero permanecí en silencio escuchando la sangre correr dentro de mi cuerpo, el sonido de mi garganta al tragar saliva, la vida que persistía en mí. No sé cuantas veces deseé escuchar las palabras que Moira recién había pronunciado.

¿Sigues allí, Noelia?

Sí.

No sé qué decirte, se excusó.

Tengo que tirar una bolsa llena de caca de gato, te veo luego.

Colgué con suavidad el auricular para ir al baño a terminar de una vez con la caja de arena. Comencé a experimentar náuseas por el olor del arenero: todos mis sentidos estaban exacerbados y eso no era necesariamente malo. Lo de los gatos era ofensivo para mi nariz, pero mi piel percibía de una forma casi erótica el roce de mi ropa y mis oídos se maravillaban por el sonido de los pájaros afuera, retornando a sus nidos para pasar la noche. La parte fisiológica de mi persona celebraba el milagro de estar viva. Pero no iba a recibir ningún regalo ni siquiera un abrazo: cuando iba a salir, encontré a Pepita de pie en el umbral, con las manos cruzadas sobre el pecho, bloqueándome el paso. A juzgar por la expresión en su rostro, era claro que había estado escuchando mi parte de la conversación.

LILIANA V. BLUM - "No me pases de largo" - (2015)


Imágenes: Sam Rodriguez

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