Desapegos y otras ocupaciones.

martes, 26 de julio de 2022

LA DEMOLICIÓN

 

Una vez que se llevó a cabo la demolición, mis abuelos fueron entregados a ciertas almas caritativas. Nunca más los volvimos a ver. Fueron adoptados, por decirlo de alguna manera, por la gente que vivía cruzando las vías del ferrocarril. Me parece que esa línea fue lo que marcó desde siempre nuestra estirpe. Una cosa era vivir de este lado y otra muy diferente tener la casa cruzando los rieles. Aunque mi abuela siempre dijo que se tuvo la oportunidad de comprar un terreno muy bonito en el otro lado. Lo malo es que tenía una forma un tanto oblonga. Quizá por eso mi padre, para darles a mis abuelos, en sus últimos momentos, alguna satisfacción, luego de la demolición los entregó a esa gente. Mi padre le colgó a cada uno un cartel en que se mencionaba la necesidad de que fueran recogidos lo más pronto posible. Esas almas tenían como misión transportar a los ancianos perdidos hasta los confines de la ciudad. Cuando me enteré de esto, quedé muy preocupada por lo que habría ocurrido en ese trance con la perra espaniel de mi abuela, pues, como se verá más adelante, salió en plena demolición llevando a su pequeño animal entre los brazos. Recuerdo haberlos visto, al abuelo y a la abuela con la perra cruzando las líneas del ferrocarril.

Mis abuelos no abandonaron la casa hasta el momento mismo de la demolición. Nosotros también permanecimos dentro hasta la llegada de las máquinas demoledoras, pero nos acomodamos en el galpón posterior, que en ese entonces pensábamos se libraría del empuje de los bulldozers. Sacaron a mi abuela casi a la fuerza. De nada valieron los reclamos de los demás miembros de la familia. Saliendo de una casa a punto de ser derrumbada, mi abuela parecía una vieja dama que era despojada de su fortuna. Y lo era en realidad. Estaba acompañada, como se sabe, de su espaniel.



No es cierto, aunque algunos en mi familia lo afirman, que yo le compré la perra a mi abuela. Ni me la robé de ninguna parte. Aunque es verdad, eso sí, que existía la espaniel, a la que bautizaron con el nombre de la marca de unos calzoncitos para niñas muy popular en ese tiempo. No podíamos saber que las máquinas arrasarían con todo. No nos habían dado tiempo para prepararnos. Por eso se perdieron las pertenencias de mi hermano. Su uniforme de aeronáutica, con el que una vez al mes tenía que recibir la visita de sus superiores. La gran cama, en la que dormía toda la familia. Los biberones de mis pequeños sobrinos. Mi gigantesca bolsa de maquillaje, con el que algunas veces me pintaba para parecer menor de lo que realmente soy. Las jaulas de las ratas, de los hámsters, de los conejos. La pareja de gatos siameses. Las ollas y la estufa y, lo peor de todo, hirieron de manera leve a mi madre, quien, creo, tuvo algo de culpa por haberse querido aferrar hasta el final a las medias de seda y los cigarros importados que, a costa de mucho esfuerzo, había logrado le obsequiaran en los tiempos de la guerra las fuerzas de liberación. Aquello fue un horror. Las máquinas de los obreros. Sentimos entonces, por primera vez, la sensación de estar literalmente en la calle, con todas nuestras pertenencias al descubierto. 

MARIO BELLATIN - "El Gran Vidrio" - (2007)


Imágenes: Raija Jokinen

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