Desapegos y otras ocupaciones.

miércoles, 13 de julio de 2022

EN LAS CUEVAS DEL VENENO

 


Arabella, soñadora, evoca el momento en que encontró a John S. Bearford en una calle maldita de Hamburgo y su corazón prorrumpió en repiques gozosos e inesperados. Él era un niño casi, un gorrioncillo. Se detiene ante él, le agarra por las solapas de la vieja guerrera prusiana con alamares de oro, le tira de los tirantes old chap. A las luces del club «La Fantasía» (bosta latina, clamor de las tripulaciones insomnes entre las que tal vez bebía Pierre Mac Orlan), Arabella observa los labios del mocito pintados en corazón, la sonrisa provocadora y dura. Una mariposa azul le multiplica en cada ojo complicados cachemires. La boca del mancebo gesticula una llamada oscurísima; amor de perdición. El cuerpo de John S. que será Bobby se aprieta en una falda con raja de Hong Kong y se asienta en sandalias amantes, con una pesada argolla en el tobillo de pájara. Dieron una vuelta los dos por el nebuloso wild side de todas las cosas. Arabella amó aquel indicio tímido, sin crepúsculo fijo en el universo. Le escuchó cantar y tañer la guitarra en las profundidades asfixiantes. 



En las cuevas del veneno. En los laberintos verdosos. Su voz escupía un milagro de miel y acero, con estremecido espasmo arriba y suelto. Parecía de Ray Charles de perejil más amargo. A veces, con sus compañeros, ensayaba las posturas de las avestruces, de los verdugos, de las putas, de los culturistas. En el centro de la provocación, en medio del infierno de luces y sonido, se ablandaba la tibieza de alguna palabra honey, de palabras angorina, de frases incluso explotando en el crepúsculo con una amabilidad africana y cariñosa que rasgaba el corazón de Arabella, disuelta en colores de nostalgia de la mocedad perdida en los trópicos criollos de Anatí. Le separó de la banda de malos muchachos venidos de los barrios más duros de las ciudades carboníferas del norte de Inglaterra, horrendas. Tendió sobre John un velo de afabilidad y le transmutó, ebria de pasión creativa, en Bobby Anraa. Le ofreció la posibilidad de anclar en los pesados fondos de aquel otro rock’n’roll del Tom Steel de antaño, y luego le mostró un camino de acero que era como soltar una bandada de palomas en el alba y tener que cerrar los ojos ante tanta luz, destrucción irisada.

XOSÉ LUÍS MÉNDEZ FERRÍN - "Amor de Artur" - (1982)


Imágenes: Gaspart

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