Desapegos y otras ocupaciones.

viernes, 22 de julio de 2022

LA MAÑANA DEL DÍA QUE IBA A MORIR

 


Dos años atrás, él fue el señuelo. La noche anterior, Daniel Parodi y su hija se habían desvelado con la noticia de la caída de un meteorito gigante en una ciudad impronunciable de Rusia, algo que según los entendidos confirmaba el inminente fin del mundo.

Zoe tenía diecisiete años y una pasión morbosa por ese tipo de noticias. Creía en los fenómenos paranormales, los ovnis, la existencia de una conspiración universal y el Apocalipsis, quería estudiar la carrera de Letras y en las últimas semanas se había «convertido» al veganismo, una forma de vegetarianismo extremo que a Daniel, carnívoro consecuente, le parecía una aberración.

Sin embargo ahí estaba, insomne a las cinco de la mañana frente a la heladera abierta llena de tofu, hamburguesas de lenteja y brotes de soja.

Desde la muerte de Patricia —siete meses atrás la habían empujado a las vías del tren para arrebatarle la cartera— que Parodi no podía dormir. Él, criminólogo, jefe del laboratorio de investigación forense de la Policía, no había podido cazar al raterito que había matado a su mujer.



Había hecho que Fabián, ese prodigio de las computadoras de sólo veintidós años, un adolescente lleno de granos y complejos que se le quedó pegado del curso de criminología que dictó cinco años atrás y es como un hijo, destripara cuadro a cuadro el video de seguridad de la estación de Belgrano. Había visto las imágenes tantas veces, que podía recordar la secuencia sin errores: Patricia en el extremo del andén que va a Retiro ve aproximarse el tren hacia el paso a nivel de Juramento, mira la hora y después hacia atrás, como si esperara a alguien. En ese momento, una persona —¿un hombre joven?— entra en la imagen, le arrebata la cartera y Patricia cae hacia las vías boca arriba, como quien se tira en un colchón de agua.

A las siete y media, todavía sin dormir, se lavó la cara y los dientes sin mirarse al espejo y fue a llevarle a Zoe el desayuno a la cama. Siempre lo había hecho para «sus dos chicas» y después de la muerte de Patricia lo había seguido haciendo para su hija. Para mimarla y, también, porque sin ese ritual no tendría por qué ni para quién levantarse.

La mañana del día que iba a morir, Zoe se despertó feliz. Iba a anotarse en la facultad.

Cuando salió del cuarto, Daniel la miró y fue como cuando la veía jugar: se había vestido y actuaba una urgencia eficiente «de universitaria». Había desmontado todos los gestos de nena, como quien saca las muñecas de los estantes.

Le ofreció llevarla pero no, claro que no. En cambio, le dio las llaves del auto e impostó, él también, el rol de viejo canchero y despreocupado que nunca había sido.

LILIANA ESCLIAR - "Los motivos del lobo" - (2017)


Imágenes: Henrique Oliveira

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