Desapegos y otras ocupaciones.

domingo, 21 de noviembre de 2021

LOS TÍOS

   


Un día, mucho antes de que yo naciera, mi madre soñó conmigo. Ella era una niña aún, tendría unos diez, quizás once años. Estaba jugando en el jardín, junto a la casa en la que pasaba todos los veranos, e inexplicablemente —porque este detalle le parecía casi tan asombroso como lo que ocurrió después—, se quedó dormida. Entonces yo aparecí en su sueño.

   «Tú eras alta, rubia. Mucho más alta y rubia de lo que eres ahora…». Estábamos las dos frente a frente, mirándonos con curiosidad. O quizá confundidas, perplejas… Nunca pudo, por más que se esforzara, relatar con exactitud en qué había consistido esa extraña visión; de qué habíamos hablado —si es que llegamos a hablar—, o si no hicimos otra cosa que observarnos en silencio. Tan sólo había algo de lo que estaba absolutamente segura. Aquella mujer que, burlándose del tiempo, se materializaba inesperadamente en el jardín, era yo, su hija. Lo supo enseguida. Antes, incluso, de comprender que estaba soñando. Pero tampoco esta idea le tranquilizó. Aquel sueño no se parecía a ningún otro. Era demasiado extravagante, demasiado absurdo. Y, aunque no fuera más que una niña, se sorprendió pensando: «Es impropio de una niña».

   Era al final del verano y, cuando despertó, se dio cuenta de que había empezado a llover y estaba tiritando. Tuvo que guardar cama una semana, estornudando, tosiendo, con la fiebre alta. Pero, con el tiempo, el recuerdo de aquel sueño impreciso le parecía hermoso. Me lo contó una y otra vez, entornando los ojos, sonriendo, como si aún lo encontrara inexplicable, milagroso, absurdo, añadiendo a menudo: «Fíjate qué tontería…». Pero yo nunca la creí del todo. Porque enseguida volvía al estupor, a la impresión que le había causado aquel encuentro del que tan poco podía recordar, sólo la certeza de haberme reconocido de inmediato y la sensación de que era un secreto, algo que no debía compartir por nada ni con nadie. «Ni siquiera se lo conté a ellos, a tus tíos…». Y era eso precisamente lo que me hacía sospechar. Porque, a lo largo de los inviernos en París, o durante los veranos en la playa, siempre aprovechaba la ocasión para, habláramos de lo que habláramos, regresar irremediablemente al mismo escenario, un valle perdido al otro lado de los Pirineos —un caserón, un jardín— y, sobre todo, ellos… Sus hermanos y su primo. Los tíos.

CRISTINA FERNÁNDEZ CUBAS - "El columpio" - (1995)


Imágenes: Belkis Ayón

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