Desapegos y otras ocupaciones.

lunes, 30 de octubre de 2023

ES TRISTE LA VEJEZ


Tu abuelo Pedro ya no estaba bien. La tía Pepita y la abuela lo trataban como si fuera un niño pequeño. Le hablaban continuamente, con murmullos, aunque él apenas respondía. Le acercaban la servilleta, le cortaban las rebanadas de pan, vigilaban para que no se manchase la camisa. Las dos presentían que iba a durar muy poco y tenían prisa por disfrutar de él. Acertaron sólo en parte. Digamos que tu abuela acertó en lo justo, porque él iba a tardar poco más de tres años en morirse, pero tu tía Pepita acertó, sin saberlo, en exceso. Le quedaba poco tiempo para cuidar a su padre: sólo unos meses. Tu tía Pepita murió con veintidós años, pocos días antes de una boda que había adelantado porque quería que su padre asistiese. Jamás he visto llorar a nadie con la desesperación con que lloró su novio el día del entierro. Tuvieron que sujetarlo los familiares y amigos para impedir que se arrojase sobre el ataúd una vez que ya lo habían bajado a la fosa.

   El abuelo acabó viendo a la pobre Pepita de cuerpo presente. La abuela le impidió que asistiese al entierro. Pepita fue la predilecta del abuelo Pedro. Y, la tarde del entierro, un día de agosto en el que el calor apenas dejaba respirar, se quedó en casa pensativo, con la cabeza apoyada en los puños, y los ojos vueltos hacia un rincón del comedor. Desde ese día, habló aún menos. Yo empecé a tener la impresión —que aumentaba cada vez que lo veía— de que se iba volviendo niño y de que por eso articulaba con creciente dificultad las palabras. Se le pusieron ojos de niño, dulces y muy vivos, y la cara, en vez de afilársele, se le redondeó, se le volvió infantil.



   Además, en los últimos meses, tu abuela le anudaba la servilleta alrededor del cuello y le llevaba la cuchara a la boca, con lo que parecía definitivamente instalado en la primera nfancia. Para entonces ya había nacido tu hermana y él le tenía celos. Le quitaba los juguetes y se los escondía y, en las escasas ocasiones en que pronunciaba alguna palabra, se quejaba con voz vacilante: «Esa niña que acaba de llegar y ya se ha hecho dueña de todo». Es triste la vejez. Yo lo he visto llorar porque tu abuela le quitaba el sonajero y se lo devolvía a la niña. Lloraba desconsolado, mientras repetía: «¡Qué pena, tener que vivir lo suficiente para ver cómo tu mujer te roba lo poco que tienes para dárselo a los forasteros!».

   Tu abuela sufría. Se acostumbró a dejarle algunos ratos los juguetes de la niña. Una mañana, me encerró con ella en la habitación y bajó el tono de voz para decirme que le había comprado un chupete y un biberón al abuelo, para que dejase en paz los de la niña. «No se lo digas a nadie», me pidió, «no quisiera que alguien pudiera hacer burla con esas cosas, ni que le perdiera el respeto al abuelo». Tenía miedo de tu tía Gloria, de que lo fuese a decir fuera de casa. Aquella mañana, la abuela se echó a llorar en mi hombro.

RAFAEL CHIRBES - "La buena letra" - (1992)


Imágenes: Hollie Chastain

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