Desapegos y otras ocupaciones.

sábado, 26 de agosto de 2023

LA PENSIÓN MALABO


Quienes entraban por primera vez en la pensión Malabo no podían evitar un sobresalto mayúsculo al descubrir a un negro descomunal tirado en el suelo. Parecía un cadáver al que alguien se hubiera olvidado de amortajar; sus ojos estaban clavados en el techo, con la mirada inane de los decapitados, y el labio inferior, enorme y ceniciento, le colgaba fláccido sobre un lado de la cara. El negro, en realidad, estaba vivo, y respondía al nombre de Moisés Ndongo; era un auténtico bubi, de la isla de Bioko (o Fernando Poo) y se decía que tenía más de ochenta años. Reacio a los mullidos lechos de Occidente, prefería dormitar largas siestas en el piso del vestíbulo, disuadiendo con su presencia turbadora a todo huésped en ciernes que no estuviera dispuesto a vérselas con una fauna humana de lo más variopinta e inquietante, de la que Ndongo era sólo la muestra inaugural.

   La pensión Malabo era, en efecto, un invernadero en el que se criaban las flores más raras, y el jardinero a cargo era don Niceto Altagracia, regente de aquel edificio cochambroso y decadente que se levantaba en las afueras de la ciudad como un vestigio de la era jurásica. Refugio de una cohorte de psicópatas, degenerados y artistas que jugaban a una bohemia trasnochada, los precios escandalosamente bajos la hacían asequible a los bolsillos esquilmados de los perdedores, quienes acudían a ella como delincuentes medioevales que se acogieran a sagrado en una iglesia.



   Algo de ámbito catedralicio tenía la pensión, pues las estancias eran de techos muy altos y todo olía a humedad de cripta. La luz natural penetraba a duras penas en aquella penumbra de queroseno, ahogada por un filtro múltiple de cortinajes, visillos y celosías. El paisaje oculto tras las ventanas carecía, por lo demás, de todo atractivo: era un descampado en el que se erguían, como osamentas de monstruos prehistóricos, los armazones de fábricas abandonadas. El edificio de la pensión constaba de tres pisos y lo cercaban una verja herrumbrosa y un jardín abandonado que desprendía un nauseabundo olor a aguas estancadas.

   Don Niceto Altagracia, el gerente, era un hombre de barba taheña y mirada contrita que caminaba como si llevara un fardo de treinta kilos atado al pescuezo. Misterioso como un galeón hundido, hacía gala de una amabilidad que no descendía nunca a la confianza. Había sido misionero jesuita en Fernando Poo (según otra versión, no había pasado de seminarista con los claretianos) y estando allí había colgado el hábito talar para contraer matrimonio con una indígena. De vuelta a España, fallecida su madre, había tomado las riendas del negocio familiar, trayendo consigo a su parentela africana. Nadie había visto nunca a la señora de Altagracia, que al parecer vivía recluida en una estancia del último piso; en los mentideros de la pensión se especulaba con todo tipo de hipótesis para explicar su aislamiento: una fealdad desmesurada, deformaciones craneanas procuradas por algún rito bubi, o la mera incapacidad de adaptación al medio de vida europeo. Se suponía —pues los implicados jamás habían hecho ninguna aclaración en este sentido— que Moisés Ndongo era el suegro de don Niceto, y Carlota su hija.



   Carlota frisaba en los veinte años pero aparentaba cuarenta. Era una mujerona de raza indefinida que se aclaraba las guedejas de cabello ensortijado con agua oxigenada y se pintaba los labios a brochazos. Fea de solemnidad, tan parca en palabras que parecía muda, poseía sin embargo unos senos y unas caderas propias de una primitiva diosa de la fecundidad. En el ámbito estrictamente varonil y castrense de la pensión Malabo, donde sólo ocasionalmente acudía alguna puta desnortada para regresar enseguida al arroyo, abrumada de saliva y de otros flujos, la tal Carlota había alcanzado la estatura de un mito erótico. Los ojos vidriosos de los huéspedes la asediaban mientras fregaba las escaleras dándoles el culo, o trataban de vislumbrar sus pezones como cerezas maduras cuando se agachaba a recoger un plato roto. Nadie, sin embargo, osaba propasarse con ella, pues había algo salvaje en Carlota, una transpiración animal o un fulgor de ferocidad irracional en su mirada que echaba para atrás a los más gallitos. Sólo el coronel Ursúa había tenido una vez el atrevimiento de palpar sus nalgas, y de la experiencia conservaba una cicatriz como de mordedura de leona hambrienta en su única mano.

MANUEL MOYANO - "El amigo de Kafka" - (2001)


Imágenes: Tawny Chatmon

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