Desapegos y otras ocupaciones.

sábado, 5 de agosto de 2023

ÉL SABÍA QUE ERA CUESTIÓN DE TIEMPO


Matías conocía al Tigre desde antes que fuera su cuñado. Era amigo de sus hermanos mayores desde chico. Pero nunca había llegado a quererlo. Lo envidiaba un poco, eso sí. El Tigre parecía vivir en el kiosco de Rafael; estaba siempre sentado en la puerta tomando cerveza, y todos los pibes del barrio que pasaban lo saludaban con una mezcla de euforia y respeto. Desde ese trono de rey suburbano había enamorado a Carla, y le había costado bastante. Carla lo había vuelto loco: sabía que, aunque no era la más linda del barrio, era la más deseada sólo porque el Tigre estaba enamorado de ella. Él salía y se acostaba con todas las otras, las morochas de labios gruesos y caderas aprisionadas en los jeans, las tanas de ojos claros y padres estrictos, las altas y delgadas que trabajaban como promotoras en el shopping los fines de semana. Pero se moría por la Rusita —así le decían a Carla—, esa chica que probaba todo lo que le daban, cualquier droga, cualquier trago, cualquier boliche, cualquier tipo. Esa chica que, cuando Rafael subía la radio porque pasaban a los Rolling Stones, bailaba en la vereda con los pantalones tiro bajo que dejaban ver una rosa tatuada sobre el hueso de la cadera, tomando cerveza del pico. Carla tenía el pelo larguísimo, rubio, y cuando se lo ataba en una alta cola de caballo, su rostro desnudo, siempre sin maquillaje, se iluminaba. Esos atardeceres de verano, cuando bailaba borracha con la panza al aire, parecía la chica más linda del mundo. Nunca rechazaba a los que la invitaban a salir, a pasear en auto, a dar una vuelta manzana. Pero cuando se iba del kiosco con otro, saludaba al Tigre con un beso húmedo, y le sonreía. Él sabía que era cuestión de tiempo, y esperó.



   Matías no había estado presente la noche cuando el Tigre dejó de ser el amigo de la infancia de su hermana para ser el hombre de su vida, pero los había visto juntos una noche en la Sociedad de Fomento del barrio tan contentos que ahora siempre trataba de recordarlos así. Esas fiestas que los vecinos hacían en la Sociedad de Fomento era otra de las cosas que el barrio había perdido. Todos se emborrachaban y había que aguantarlos contando anécdotas repetidas, pero igual no eran fiestas aburridas. Tomaban como bestias en el barrio, y la entrada costaba sólo un peso. Cantaban zambas y tangos, pero era divertido, porque las mujeres aparecían con unos peinados rarísimos de peluquería, y hasta usaban vestidos brillantes, como si fuera una velada de gala. Sobre un escenario improvisado —apenas unos tablones— Gerardo el gasista anunció que iba a cantar «Calle angosta» y de repente Matías vio que el Tigre, se ponía romántico y le cantaba a Carla, y ella se reía pero también estaba emocionada. Y el Tigre le acarició la mejilla y le dijo, bajito, «cómo podés ser tan hermosa, hija de puta». Matías había podido leerle los labios, siempre los miraba cuando ellos no podían verlo. Cuando el Tigre terminó la serenata se rio, de pelotudo y enamorado que estaba. Y Matías no podía olvidarse de él esa noche, el Tigre, diecinueve años, remera cortita y pelo grasoso, ojos chiquitos y brillantes cantándole «Calle angosta» a Carla. Se la había llevado a algún pasillo para besarla y tocarla con las guitarras de fondo, con los vecinos desafinando a los gritos. A Matías le pareció que todo era hermoso, que iban a estar bien, que todo se iba a arreglar, algún día.

MARIANA ENRÍQUEZ - "Cómo desaparecer completamente" - (2004)


Imágenes: Flor Garduño

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