Desapegos y otras ocupaciones.

jueves, 29 de junio de 2023

ES QUE EN SORIA NUNCA PASABA NADA


El asunto no tenía mala pinta. Una mujer había envenenado a su marido, primero poco a poco y luego descaradamente, adobando unas puntas de lomo en matarratas con tal maña de cocinera y mala suerte que el perro se encaramó a la mesa y le rapiñó una sin darle tiempo a reaccionar. El animal se la zampó en la calle y no tardó ni dos horas en ir a morir a la plaza, frente a los hombres que mataban la tarde jugando al dominó mientras las mujeres fregaban. Expiró acurrucado, entre convulsiones, con una pata posada en su hocico embadurnado. El marido le sobrevivió un par de horas más. 

Lástima que eso ocurriera en 1954 y que de esa mujer, una tal Nieves Buscapié, no quedara rastro alguno. Salvo la certeza de que, de estar viva, debería tener ciento y un años. 

María cerró la carpeta y se quedó quieta, con las manos extendidas a ambos lados de esos folios amarillentos apresados por una grapa roñosa que el subalterno le había tendido con esmero cuando ella pidió los casos pendientes. 

—El caso —había puntualizado el subalterno. 

—¿No ha habido más asesinatos, violaciones, robos sin resolver? —insistió ella tensando los labios en un afán de mostrar amabilidad mientras su interlocutor negaba con la cabeza—. ¿Esto es todo? 

—Si no cuenta una meada en la calle sin juzgar —remató el subalterno con más intención de exhaustividad que de provocación—, solo tenemos este caso sin resolver. Y porque la sospechosa desapareció.

Y no es que en Soria la eficacia policial fuera superior. Es que nunca pasaba nada. 



María observó sus propias manos extendidas junto a los documentos, por llamar generosamente a ese par de folios mecanografiados del derecho y del revés, sin saber si hacía bien controlando la furia que la carcomía o si debía asesinar ella misma al subalterno. Sin matarratas. Con un solo golpe en el cráneo. Así al menos habría pasado algo en Soria.

Pero, de momento, lo único que le sorprendió fue la blancura de sus manos en contraste con los folios revenidos. Sus nudillos rojos. Era lo más parecido a una pista de que algo no funcionaba bien aquí y ahora, y de que el caso que buscaba no estaba en los archivos, sino que lo llevaba puesto. Encima. 

A ver, pensó. Las manos muy blancas, los dedos entumecidos. La cara pálida, mejor no volver a mirarla, suficiente con la impresión que le había causado en el espejo esa mañana. La tos, recurrente. Hacía frío. La temperatura en Soria podía llegar a ocho grados en diciembre en el mejor de los casos, cuando el sol lograba colar algún rayo más atrevido que otro entre los olmos crecidos en la ciudad. La gente remoloneaba en las calles algún rato más con cierta amabilidad si el viento no arreciaba. Y había logrado un piso que no estaba mal. 

Pero lo que pintaba en este territorio helado y sin crímenes, donde lo más entretenido iba a ser vigilar los mercadillos de Navidad mientras su cuerpo menudo luchaba contra el invierno en soledad, era algo que solo dos personas sabían: ella misma y el nuevo jefe superior de la policía de Madrid, que había maniobrado con habilidad para alejarla de su vista en cuanto le nombraron. Y ese, el posible abuso de autoridad para mantener tapado un viejo asunto, era el verdadero caso abierto. Que no tenía la menor intención de investigar.

BERNA GONZÁLEZ HARBOUR - "Las lágrimas de Claire Jones" - (2017)


Imágenes: Seth Globepainter


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