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lunes, 26 de junio de 2023

CUANDO LOS TIEMPOS NO ERAN TIEMPOS


Cuando los tiempos no eran tiempos, y el río inundaba todas las orillas, y mucho más allá, abundaban los sauces en la franja oriental. No tenían vida muy prolongada, pero en sitios determinados donde el ir y venir del cauce permitía trasladarse de un lado al otro, esos débiles árboles se regeneraban en bosquecillos tupidos. Cuentan todavía los rezados de Nariño que en uno de aquellos bosques se refugiaron, antes de que el blanco llegara, un grupo de pijaos perdedores, derrotados por los suyos en las montañas altas de lo que se llamaría Tuluá, y formaron una tribu con más poderes celestiales que los motúa del otro lado del río. Ninguno de sus descendientes, que pasaron de boca en boca la tradición de los rezados, y las fueron innovando en la medida en que sucumbieron a una y mil derrotas, sabe de dónde les vienen esos poderes ni el magnetismo que les ha permitido sobrevivir.

   El abuelo de Burrigá, que no fue el más grande de los grandes como su nieto, pero sí dio batallas y perdió con gloria, dicen que ordenó a los suyos que no se unieran entre ellos, sino que consiguieran mujeres ajenas, las domaran y las preñaran dentro de sus bosquecillos de sauce para ir renovando la raza y revitalizando los poderes, buscando que ellos subsistieran hasta el final de los días. Y como los más dóciles eran los motúas del otro lado del río, y los pijaos cada vez quedaban más lejos, renovaron sangre con ellos.



 Después, cuando el padre de Burrigá sintió que la tierra temblaba y que, debajo del emporio que ya habían conformado, se oían ruidos lejanos, que él tenía el don de traducir, consideró que era el momento de buscar otras mujeres y emprendió el viaje hasta la tierra desde donde traían las balsas y las narigueras de oro a cambiar por el pescado salado que ellos guardaban en cuevas frescas dentro de la tierra, envuelto en hojas de plátano soasadas.

   Fue un viaje de muchos días, tal vez semanas o meses, pero cuando Tulumí volvió, traía media docena de mujeres más grandes y más oscuras de piel que ellos y unas placas de metal desconocido que se amarraban cual petos a los pechos y las espaldas del cacique para que ninguna flecha ni garrote entrara. No eran de oro, porque no brillaban, y se conocieron porque, una a una, se las quitaron a Burrigá para que el maestro Delgado lo pudiera pintar, primero, en su trono, con ellas amarradas, y después, sin ellas, desnudo y cadáver en la mesa de disecciones, que él tenía al escondido en su casona de Buga, huyendo de la iglesia y del teniente alcalde, para ir aprendiendo más de la medicina, que era entonces tan rudimentaria y que ejercía por enseñanza de los sabios árabes de Granada. Las mantuvieron guardadas sin explicación ninguna en la casa que, siglos después, sería de don Cayetano Delgado, hasta que él las halló dentro del viejo baúl, conservadas como carátulas del par de dibujos de Burrigá que todo lo explicó, y que ahora nos hace entender hasta los misterios de los rezados del Sauzal.



   Burrigá, quien vendría a ser el último cacique de esa estirpe, pero el ascendiente válido de una gente que se mimetizó para sobrevivir al blanco y prorrogar los poderes magnéticos del brumoso pasado, fue hijo de una de esas indias que trajo su abuelo desde el vallecito de los calimas. Heredó de ellas la habilidad del manejo del metal y de sus tíos el poder de saber oír los temblores y usar el magnetismo en esas placas sobre su cuerpo, hasta hacerse respetar como el intocable y volverse leyenda en las bocas de los blancos de Buga y de Tuluá, que oyeron de él mucho tiempo antes que Bocanegra y su yerno Lemus de Aguirre lo enfrentaran por primera vez, en lo que pomposamente llamaron los bugueños, la batalla de El Sauzal, donde Burrigá los emboscó el día que se metieron al bosquecillo y pisaron su territorio. Fue la última demostración de poder real del legendario cacique. El resto ha sido exageración, pero ha servido para que los rezados sobrevivan cuando todos los dan por muertos, o para desviarles las balas cuando se asegura que dispararon contra sus cuerpos a poca distancia.

   La emboscada fue llamada batalla porque los cuatro que sobrevivieron, Lemus y dos de los soldados de Bocanegra, magnificaron tanto la lucha bravia y describieron con tanto detalle el poder magnético que irradiaba Burrigá, que cuando el cuarto sobreviviente, el mismísimo Bocanegra, pudo escaparse, tres días después, de la trampa de mamuts donde cayó sin que ni los suyos ni los indios lo advirtieran, y todos lo creían prisionero o muerto, muchos dijeron, y repitieron por siglos, que era un fantasma.

GUSTAVO ÁLVAREZ GARDEAZÁBAL - "Ls guerras de Tuluá" - (2018)


Imágenes: Jan Huling

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