Desapegos y otras ocupaciones.

miércoles, 15 de marzo de 2023

ERAN SEIS CAJAS DE MADERA


Un día ella lo llevó al pequeño cuarto donde Almida y el sacristán guardan el dinero, en el segundo piso, padre, donde era seguro que no aparecería ningún extraño, y él permitió que sus manos lo tomaran de las manos y lo alentaran a seguir tras ella. En el salón de estudio, detrás de una puertecilla discretamente disimulada con tres lienzos sin enmarcar, se asomaron a las cajas del dinero. Eran seis cajas de madera, rectangulares, sin candado, alineadas a lo largo del pequeño cuarto secreto. Alrededor, tapizando las paredes hasta el techo, había un montón de misales que la parroquia imprimió para regalar en las Primeras Comuniones. En un rincón, arrumadas en desorden, empolvadas y desvencijadas, siete o diez biblias yacían negras, enormes y olvidadas. Las seis cajas, por el contrario, estaban limpias y se diría que abrillantadas. 
Sabina se arrodilló frente a ellas, padre. Levantó una de las tapas: fajos de billetes estaban ordenados hasta el borde. Y se volvió a mirarme, sus manos abiertas sobre los fajos, desordenándolos. Después acabó sentándose encima de las cajas. 



Su pecho atropellado, su lengua repasaba sus labios, mojándolos. La desconocía. Cruzó las piernas y echó para atrás su cuerpo, apoyada en las manos. Me miraba desafiante. «Huyamos de aquí», me dijo, «cualquiera de estas cajas nos dará para vivir. Sólo una caja. No estoy hablando de todas. Hemos trabajado la vida entera para ellos». Me dijo que eran mezquinos. Que jamás le regalaron un juguete, de niña, un ponqué de cumpleaños, un abrigo decente, una bufanda, y mucho menos estudio, una profesión para independizarse. «¿A qué nos quieren condenar?», me preguntaba, y se respondía: «a envejecer sirviéndolos». Me dijo que ese maldito de su padrino, así me lo dijo, se aprovechó de ella cuando niña, no una sino cien veces. Y pugnaba por no llorar. «Igual hace Almida con las muchachas obreras de los Almuerzos de Piedad», me dijo. Aquello me provocó una cólera absurda, padre. Lo cierto es que no podía desmentir las aseveraciones de Sabina. Ése ha sido siempre mi gran padecimiento: saber que ella dice la verdad. Me enfureció oírla, y entonces quise alargar la mano, sólo mi mano derecha, y rodear con los dedos el fino cuello de Sabina, y apretar hasta que crujiera y no oírla nunca más. Por qué, padre, por qué ese deseo mío de quitarle la vida.

EVELIO ROSERO - "Los almuerzos" - (2001)


Imágenes: Valerie Hammond

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