Desapegos y otras ocupaciones.

viernes, 24 de marzo de 2023

ELLOS SON ELLOS Y YO SOY YO


Desaparecía de golpe. Estaba —pongamos— la cena a punto, la familia reunida alrededor de la mesa y él se escabullía. Cuando iban a servir la sopa se daban cuenta. Gritaban llamándolo, salían al jardín para buscar. No lo encontraban ya. Él, protegido por las altas adelfas, los observaba reteniendo el aliento, los oía mudo y con hambre, con una curiosidad profunda. Inmerso en la oscuridad del jardín se sentía un ser aparte. Y ellos, sus padres, sus hermanos, eran extraños, gente ajena. Y cuando, cansados de dar vueltas, proseguían la comida, se acercaba de puntillas a los vidrios del comedor para espiarlos. Era emocionante, tremendo. Algo así como asistir a una cena de aparecidos, difuntos todos, hablando de él, pronunciando su nombre. Se clavaba las uñas en el brazo y el dolor que sentía le hacía tomar conciencia de sí mismo, lo sumergía en un intenso gozo. Aspiraba con alegría el aire de la noche, escuchaba anhelante los pequeños ruidos entre los que se mezclaba un reptar cauteloso que no sabía si era real.



   No siempre se comportó así. Durante su primera infancia había sido una criatura comunicativa y cordial, que buscaba el afecto de los demás con sonrisas y pequeñas bondades, obedeciendo. Pero una mañana le ocurrió algo. Se fabricaba una cabaña con ramas de laurel y peladas varas de morera que había dejado el jardinero amontonadas después de la poda. A lo lejos, cerca de la casa, entre el verde del césped, vio correr a sus hermanas, oyó la voz de la madre llamándolas por sus nombres. Y en aquel momento lo invadió una evidencia turbadora, igual que si él fuera una vasija y alguien lo estuviera llenando de un líquido cálido y transparente. Una revelación que no sabía de dónde llegaba: «Ellos son ellos —pronunció— y yo soy yo». Y su voz entre la olor picante del laurel, sonó a conjuro y casi notó derretirse aquella masa densa como melaza que lo había unido hasta ese preciso momento a su madre, a sus hermanos y a su abuela. Era curioso porque a la vez que se sentía desoladamente solo, flotante en medio de no sabía qué éter, se supo absolutamente dueño de unas fuerzas impensadas, dependiente de sí mismo, sin hilos que lo ataran a ningún otro ser. Cambió. «Como si le hubieran reemplazado», repetía la madre con estupefacción consternada. Huía siguiendo el cauce del río: a embarcarse en una nave pirata. O construía, sin ayuda de nadie, una balsa con troncos de árbol para pescar, recorrer los océanos, ser Robinson Crusoe. A veces pasaba semanas perdido y lo encontraban en la montaña, alimentándose de lagartos, de huevos de pájaro y fruta verde, cantando a grito pelado para ahuyentar fantasmas y muertos. Otras, registraban los montes, las cisternas, con antorchas, desesperados, sin poder hallarlo y, súbitamente, se presentaba sin querer explicar dónde había estado. Buscaba algo inconcreto con inquietud excitada, algo que él presentía pero que no sabía ni dónde estaba ni qué era.

CONCHA ALÓS - "Rey de gatos" - (1972)


Imágenes: Jane Housham

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