Desapegos y otras ocupaciones.

domingo, 6 de marzo de 2022

PRIMERO ESTABA EL MAR

 


El equipaje iba arriba, en el techo del bus. Eran dos maletas de cuero con la ropa de ambos, un baúl cuadrado con los libros de él, y la máquina de coser de ella. Todo viajaba entre racimos de plátano, bultos de arroz, paquetes grandes con panelas —envueltos en hojas secas de plátano— y otras maletas.

   Elena y J. iban para el mar.

   Pararon en pueblos polvorientos. Elena y J. se bajaban del bus, entumecidos, e iban a tomar café en establecimientos que olían a orinal; individuos ventrudos se sentaban allí a inundar sus infinitas tripas con el color dorado de la cerveza. Pararon en estaciones de servicio desapacibles y sucias en cuyos rincones había filtros desechados y latas de aceite vacías. El bus echaba gasolina y tomaba la carretera de nuevo. Durante el día recogía gente que entraba cargando gallinas aturdidas; por la noche, individuos manivacíos se subían en sitios despoblados y oscuros, y se bajaban, veinte o treinta kilómetros más allá, en sitios también despoblados y oscuros. Eran silenciosos, llevaban machete en la cintura y un sombrero sucio y viejo en la cabeza.

   Cuando el bus llegó al puerto, el mar no apareció magnífico y azul. Aquel era un puerto sobre una bahía que más parecía un canal, y aquel canal era sucio, medía tres kilómetros y desembocaba en el mar. A las cuatro de la tarde el bus entró a la plaza. No se veía el agua por ninguna parte, aunque se sentía el olor del salitre mezclado con el hedor de aguas negras. En el centro de la plaza había unos almendros grandes, sobrevolados por miríadas de golondrinas. Alrededor de los árboles, sentada en los espaldares de las bancas, había gente conversando. Las bancas eran de granito y parecían erosionadas por debajo. En los quioscos, bajo los árboles, se vendían jugos de frutas; papayas abiertas, rodeadas de moscas, mostraban vientres repletos de semillas; frascos grandes contenían la carne de los mangos partida en cubitos, lista para ser puesta en las licuadoras.



   (...) Diez minutos después pasaban frente al cementerio. Alrededor de cincuenta tumbas se veían diseminadas en un terreno que más parecía la continuación de la playa que tierra propiamente dicha. La mayoría estaban señaladas por cruces de madera; algunas ostentaban lápidas de cemento. Dos o tres estaban construidas en forma de bóveda, pero el terreno, poco firme, había cedido al peso del material, el concreto se había rajado y todo el bulto de la sepultura se veía semisumergido en la arena, como un naufragio.

   Sin embargo, el cementerio no tenía apariencia siniestra. Muy próximo al mar, durante las mareas fuertes el agua lo inundaba y lo llenaba de espuma. La manera alegre como la vegetación trepaba sobre las cruces y lápidas y se metía entre las grietas del cemento, la visión de los cangrejos asomándose desde los túneles cavados entre las tumbas, la visión de lagartijas centelleantes, le dieron a J. la impresión del triunfo permanente de la vida sobre la muerte. Sin tomarlo como una premonición de lo que sería el destino de sus huesos, pensó que de todos los cementerios conocidos hasta entonces era éste, precisamente, el que menos horror le había causado.

TOMÁS GONZÁLEZ - "Primero estaba el mar" - (1983)

 

Imágenes: Calida Garcia Rawles

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