Desapegos y otras ocupaciones.

miércoles, 12 de agosto de 2020

UNA CANCIÓN PARA CADA MOMENTO


   Dio un paso atrás para hacer un cálculo aproximativo. Debían de sumar más de cuatrocientos cedés.

   Más de cinco mil canciones.

   Miles de buenos y malos recuerdos.

   Millones de emociones enlatadas y perfectamente colocadas en aquella estantería de pared.

   Toda la música que había ido comprando desde que, con diecisiete años, le regalaron aquel discman de Sony. Necesitaba alimentarlo. Al principio solo compraba en fechas muy señaladas porque dos mil pelas eran dos mil pelas. Empezó con los grupos españoles que más sonaban en Los Cuarenta Principales: La Unión, Radio Futura, La Frontera, Dinamita pa’ los Pollos, Héroes del Silencio, La Dama se Esconde y, cómo no, sus paisanos, Celtas Cortos. Se enganchó a las letras surrealistas de El Último de la Fila y durante meses no consumía nada que no tuviera la factura aflamencada de Manolo García y Quimi Portet. Cuando superó esa etapa se lanzó a explorar otros horizontes y fuera de nuestras fronteras encontró tendencias afines en Guns N’Roses, Nirvana, Aerosmith, Soundgarden, Stone Temple Pilots o Pearl Jam. Corrían los primeros años de los noventa y Ramiro Sancho se encontraba afrontando su etapa universitaria. Eran tiempos de melena deslucida hasta los hombros y cazadora vaquera. Una fase de búsqueda, de afirmación. Una fase de desfase. Podía salir de casa sin los apuntes de Derecho Romano, pero nunca sin su reproductor y sus cascos. Podía pasarse meses sin comprarse ropa, pero jamás sin hacerse con lo último de su, cada vez más extenso, listado de grupos. Sin embargo, no fue hasta la aparición de Poligamia de Los Piratas cuando descubrió el poder oculto que contenía la música. Porque cada canción de ese elepé era un billete de ida a ese lugar en el que conseguía desconectar de la realidad y encontrarse consigo mismo. Con el tipo que era, con el tipo que quería llegar a ser.


   Ese que fue y que había olvidado que era.

   Entonces, identificó el tema que le apetecía escuchar.

   Quería escucharlo.

   Había cierto orden, pero sumido en ese estado de ansiedad, todas esas cajitas de plástico rotuladas en el lomo conformaban un galimatías colosal, del todo indescifrable. Estaba delante de sus ojos pero no daba con él.

   Deseaba escucharlo.

   El rastreo visual resultaba tan infructuoso como agónico. Así, resolvió sacarlas de aquel encierro y apilarlas en el suelo. Blur, The Offspring, Seguridad Social, The Cure, Eskorbuto, U2, Barricada, Los Rodríguez, The Smiths, Golpes Bajos, The Rolling Stones, Fito & Fitipaldis, Suede. Tenía que estar allí, en ningún otro sitio. Al alcance de su mano.

   Necesitaba escucharlo.

   Modestia Aparte, Tahúres Zurdos, Los Enemigos, Green Day, Kortatu, Rosendo, Oasis, Aerosmith, AC/DC, Los Piratas…

   —Aquí estáis, cabrones —verbalizó.

   Pero quería localizar una imagen en concreto, la de esa suerte de maniquí de madera descabezado sobre fondo negro. El último disco de Los Piratas. Una despedida en directo que incluía el concierto en DVD y CD, a la altura de lo que significaban esas canciones para Sancho.

   —Ultrasónica, Poligamia, Manual para los fieles, Fin de la segunda parte. Este es, cojones.


   Lo examinó antes de abrirlo, codicioso. Sacó el compacto y se dirigió presuroso a su habitación. Tenía un equipo en el salón, pero prefería escucharla en su discman. El reproductor estaba donde tenía que estar: en la caja sin desembalar que guardaba en la parte de arriba del armario. No le importó subirse a la mesilla ni vaciar el contenido sobre la cama, donde quedaron esparcidas varias decenas de objetos, todos inservibles menos uno, ese de color negro al que le faltaban las pilas.

   —¡¿Dónde tengo yo…?!

   El mando a distancia de la televisión se dibujó en su mente. Desnudo, vestido únicamente por el antojo desmedido, corrió por el pasillo. Le arrebató las pilas como si nunca hubieran debido estar allí y se las colocó al discman. Introdujo el disco y cuando apareció el número 16 en el display notó que le convenía sentarse para tratar de sosegarse.

   No lo logró.

   Sabía cuál era el corte. Pulsó doce veces y solo entonces se colocó los cascos.

   Inspiró profundamente antes de apretar el botón del triángulo.
   
     
       Prometo no mandar más cartas y no pasar por aquí.

       Prometo no llamarte más y ni inventar ni mentir.

       Prometo no seguir viviendo así, prometo no pensar en ti.

       Prometo dedicarme solamente a mí.

       Prometo que a partir de ahora lucharé por cambiar.

       Prometo que no me verás, que no voy a molestar.

       Sabes que lo digo de verdad, que no voy a fallarte en nada,

       que tengo mucha fuerza de voluntad, que no te fallaré en nada.
      

   A partir de esa estrofa continuó él de viva voz.

   No se percató de que se le habían mojado las mejillas hasta que se hizo de nuevo el silencio.

   —Una canción para cada momento y un momento para cada canción.

CÉSAR PÉREZ GELLIDA - "Sarna con gusto" - (2016)


       Imágenes: Dalila del Valle

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