Desapegos y otras ocupaciones.

miércoles, 5 de agosto de 2020

¿PARA QUÉ SIRVEN LAS QUIMERAS?


¿Para qué sirven las quimeras? Yo no lo sé, pero mi hermano llevó siempre en el corazón —aparte de un centenar de ectoplasmas de mujeres en su inmensa mayoría irreales— su quimera privada.

   Sí, pero ¿qué entendemos por quimera? Bueno, ya saben: a) un monstruo fabuloso que echa fuego por la boca y que tiene cabeza leonina, cola de dragón y vientre de cabra y b) todo aquello que deseamos vanamente y que nos deja en condiciones idóneas para enriquecer a los psicoanalistas.

   La quimera de mi hermano era del tipo b.

   Era ocho años mayor que yo, y, a determinadas edades, ocho años de diferencia son demasiados años para considerar a alguien tu hermano: mi hermano era para mí una especie de vicepadre. Entre nosotros había un abismo generacional, y un abismo es siempre un abismo, por más que se tiendan puentes de complicidad genética sobre él. Cuando yo aún jugaba a los superhéroes mutantes, él ya tenía su colección de cómics de Dan Defensor y del Capitán América abandonada por completo, porque andaba metido en el grupo teatral del instituto, ahuecando la voz y dando vida a seres meditabundos, mitológicos o castizos, que eso a él parecía darle igual; cuando el acné me convirtió en una especie de quimera del tipo a, ya empleaba él argumentos metafísicos lo bastante contundentes como para arrastrar a sus novias a las filas últimas de los cines, al modo de un merlín de dedos mágicos. Y así con todo.



   Por los pasillos de casa se oían a menudo voces impostadas y magníficas: «Mientras Numancia resista, la llama de la patria arderá orgullosa…». Mis padres, no sé por qué razón, aprobaban aquel proceso irreversible hacia el trastorno de la personalidad. Porque el teatro conduce a eso, como es lógico: a pensar que eres quien no eres (un paladín numantino, un pastor sentencioso, un amargado que dialoga con una calavera de plástico) y que todas las muchachas cultas del mundo van a meterse en tu cama con tacones de aguja y con las bragas colgadas de las orejas, maravilladas de tu capacidad de transmutación y de tu vida intelectual compleja y laberíntica. Porque las cosas, en efecto, son así: inescrutables. Te pasas media vida en un gimnasio para trabajarte un torso tipo Orestes y, al final, las chicas te cogen manía por causas inconcretables y te convierten en un galán improductivo que deambula por las fiestas contando chistes verdes puramente teóricos. Recitas en cambio un parlamento de Orestes ante un auditorio perfumado («Hermes subterráneo, en atención al poder que mi padre tuvo, sé para mí, te lo suplico…») y tienes que ponerlas en fila, e incluso puedes cobrarles los preservativos con un recargo del 10 %, en concepto de gastos de gestión y de intereses de demora.
FELIPE BENÍTEZ REYES - "Oficios estelares" - (2009)

Imágenes: Arántzazu Martínez

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