Desapegos y otras ocupaciones.

sábado, 22 de agosto de 2020

DIARIO DE UN LIBRERO


 La primera vez que vi The Book Shop, en Wigtown, tenía dieciocho años, me encontraba de regreso en mi ciudad natal y estaba a punto de marcharme a la universidad. Recuerdo vívidamente pasar por delante de la librería con un amigo y expresarle mi convencimiento de que habría cerrado antes de que acabara el año. Doce años después, durante una visita navideña a mis padres, entré para ver si tenían un ejemplar de Three Fevers de Leo Walmsley. Empecé a conversar con el dueño y le comenté lo difícil que me estaba resultando encontrar un empleo que me satisficiera. Me sugirió que le comprara la librería, ya que deseaba jubilarse. Cuando le dije que no tenía un penique, me respondió: «No te hace falta dinero. ¿Para qué crees que sirven los bancos?». Al cabo de menos de un año, el 1 de noviembre de 2001, exactamente un mes después de cumplir los treinta y uno, el negocio pasó a mis manos. Antes de hacerme con él quizá debería haber leído «Bookshop Memories», un ensayo que George Orwell publicó en 1936 y que ha conservado intacta su vigencia. El texto es una especie de advertencia para todos aquellos ingenuos que, como yo, creíamos que la venta de libros de viejo era una situación idílica en la que te pasabas el día sentado en una mecedora frente a un fuego crepitante, con los pies en alto y enfundados en unas pantuflas, fumando en pipa y leyendo Decadencia y caída del Imperio romano de Gibbon mientras una ristra de encantadores clientes iban entrando en la librería para brindarte conversaciones inteligentes hasta que llegaba la hora de regresar a casa con los bolsillos llenos. La realidad no podía ser más diferente. Entre todas las observaciones que Orwell realiza en el citado ensayo, puede que la más pertinente sea la siguiente: «la mayoría de las personas que entraban habrían sido una molestia en cualquier sitio pero lo eran especialmente en una librería».


(...) La mayor parte de quienes nos dedicamos a los libros de viejo estamos familiarizados con la experiencia de retirar las pertenencias de un difunto y acabamos insensibilizándonos con el paso del tiempo, excepto en casos como este, cuando el matrimonio fallecido no tenía hijos. Por diversas razones, las fotografías que cuelgan de las paredes —el marido en su elegante uniforme de la RAF; la esposa durante un viaje de juventud a París— desprenden una suerte de melancolía que uno no encuentra en aquellas viviendas de parejas con hijos que les han sobrevivido. Desmantelar su biblioteca se antoja el acto final de destrucción de su carácter y te sientes responsable de eliminar las últimas huellas de las personas que fueron un día. La colección de libros de esta mujer era una muestra de su carácter; sus intereses como lectora es lo más parecido que deja a una herencia genética. Quizá por esto su sobrino tardara tanto tiempo en pedirnos que mirásemos sus libros, de una manera similar a la reticencia que muestran unos padres a la hora de modificar el menor detalle de la habitación de su hijo difunto.


(...) Cualquier librero te contará que ya puedes disponer de 100 000 libros ordenados y clasificados en una tienda bien iluminada y calurosa, que si dejas una caja de libros sin abrir en un rincón oscuro y frío, los clientes se abalanzarán sobre ella al momento. El atractivo que desprende una caja de libros sin clasificar y valorar es extraordinario. Por descontado que la idea de descubrir una ganga tiene mucho que ver en ello, pero sospecho que la cosa va mucho más allá y que guarda paralelismos con abrir regalos. Al final se trata de la excitación que despierta lo desconocido, algo con lo que me puedo identificar a la perfección, ya que comprar libros es exactamente eso. Al dirigirme en coche a una cita, ya sea para la posible adquisición de títulos de una colección privada, de una institución o de un negocio, siempre se produce esa ligera aceleración del pulso que provoca la expectativa de que el lote en cuestión contenga algo realmente especial; y con frecuencia es el caso, se trate ya de un incunable de Culpepper, de una primera edición de un título temprano de Ian Fleming en perfecto estado, de una bella encuadernación en piel de becerro o simplemente de algo que jamás has visto. Aún no me ha llegado el momento de hallar un libro encuadernado en piel humana, pero un marchante que conozco sí que dio con uno en una casa en Castle Douglas.


(...) Por la tarde hemos tenido un cliente que se ha pasado una hora dando vueltas por la librería. Al final se ha acercado al mostrador y me ha dicho: «Jamás compro un libro de viejo. Uno no sabe quién lo ha toqueteado ni dónde ha estado». Fuera de que me parezca un comentario irritante que dirigirle a un librero de viejo, la cuestión es: ¿y quién sabe por qué manos han pasado los libros una vez dentro de una tienda? Sin duda por las de gente de toda condición, de párrocos a asesinos. La historia secreta detrás de la procedencia de un libro es para algunos un elemento excitante que dispara su imaginación. En cierta ocasión hablé con un amigo sobre las anotaciones al margen en los libros. Insisto en que provocan reacciones contrapuestas. De forma ocasional recibimos devoluciones de Amazon porque el cliente ha descubierto notas en un libro, garabateadas por sus anteriores dueños, que a nosotros se nos pasaron por alto. Para mí esto no le resta valor, al contrario, le añade un componente fascinante; permite asomarse a la mente de una persona que leyó el mismo libro que tú.

SHAUN BYTHELL - "Diario de un librero" - (2018)

Imágenes: Allison Glasgow


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