Desapegos y otras ocupaciones.

sábado, 8 de agosto de 2020

EL ÁNGEL


Quien primero le habló del Ángel fue el tío Sebastián. Mucho antes de que el Ángel apareciera. Quien primero negó al Ángel fue el tío Eduardo. Pero Ana María estaba en la edad de creer en los ángeles, de modo que se dejó convencer por el tío Sebastián, que además de tío por parte de madre, era cura por parte de Dios padre. Y sencillamente ella se puso a esperar al Ángel. Sebastián decía que debía llamarlo Ángel de la Guarda, pero Ana María le quitaba el apellido, lo llamaba Ángel y punto. Quizá porque el almacenero de la esquina se llamaba Manolo de la Guarda y ella no podía aceptar que un Ángel fuera pariente de aquel barrigón.

   Según Sebastián, cada hombre y cada mujer, pero sobre todo cada niño y cada niña, podían tener su Ángel de la Guarda, o sea una presencia protectora que muchas veces les avisaba de un riesgo o los apartaba de un peligro. Pero a medida que los años pasaban, a medida que dejaban de ser niños, los hombres y mujeres se iban volviendo egoístas y sórdidos, iban perdiendo pureza y generosidad, y sus respectivos custodios iban quedando en el camino, tan confundidos como olvidados.



   «Pavadas» decía el tío Eduardo, ateo y materialista, «sólo un zoquete como Sebastián puede creer en esas tonterías. En realidad me importa poco que él se mueva en ese submundo de beatas y santurrones, pero sí me indigna que se aproveche de la candidez de mi sobrina para meterle en la cabeza tales disparates». Y hablaba con su hermano Agustín, padre de Ana María. Pero Agustín tenía demasiadas tribulaciones de primer orden como para ocuparse además de un rubro tan prescindible como el status de los ángeles. Sebastián por su parte hablaba con su hermana Ester, madre de Ana María, para prevenirla contra la nefasta influencia que su concuñado podía ejercer sobre la sobrina de diez años, apartándola de su natural vocación religiosa, pero tampoco Ester tomaba partido.

   En realidad no era una vocación religiosa lo que llevaba a Ana María a esperar a su Ángel. Con la misma expectativa habría aguardado a un marciano o a un lobizón. Sólo que las prédicas de Sebastián hacían más verosímil la presencia del Ángel, que para ella no implicaba ningún sentido religioso sino que tendía a ser la gozosa concreción de un sueño lindo.

   De modo que cuando el Ángel hizo por fin acto de presencia, y Ana María, que aquel lunes iba rumbo a la escuela con su repleta cartera a cuestas, lo vio caminando a su lado, no prorrumpió en grititos de histeria precoz ni se quedó con la boca abierta ni dio tres vueltas de carnero. Simplemente dijo buenos días Ángel, aunque eso sí los ojos verdes se le iluminaron.
MARIO BENEDETTI - "Geografías" - (1984)

Imágenes: Brad Kunkle

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