Desapegos y otras ocupaciones.

sábado, 15 de agosto de 2020

SU VIDA ME DUELE DOS VECES

 

Se llamaba Jorge, como yo, y por eso su vida me duele dos veces. Aún no lo conocía, jamás había visto un retrato suyo y apenas ojeado alguno de sus poemas, pero al saber cómo había muerto —una anécdota trivial en los escombros de una conversación distante— tuve una imagen precisa de su rostro, sus manos y su tormento. Mientras oía los restos de la charla y mis pupilas vagaban entre el humo de los cigarrillos, lo miré nítidamente, o mejor: miré a través de él, en su habitación, a dos hombres de blanco aguardándolo con impaciencia. Dos individuos de cera, de gestos tan opacos como sus voluntades, sentados en un raído sofá; frente a ellos, a contraluz, el delgado cuerpo del poeta, sobrio y liviano como una plegaria. Yo observaba sus dedos danzando con lentitud y escuchaba su voz —no, el eco de su voz— pidiéndoles, valga la paradoja, un poco de tiempo: necesita arreglarse y terminar un trabajo que todavía le preocupa.



   Los enfermeros le dicen que está bien, que tiene diez minutos, y que no intente nada (como si le quedaran fuerzas para escapar); luego permanecen inmóviles, contemplan cuadros y repisas, libros viejos y el polvo, atrapados en la mirada de ese fantasma caído a pedazos. Diez minutos: suficientes para preparar diez muertes distintas o malgastar nueve intentos y aprovechar el último. Titubeante, el poeta entra al cuarto de baño y le pone el seguro a la puerta; ellos advierten el murmullo de la clavija, despreocupados, presos en el tiempo sin tiempo de esa tarde única, el vacío que separa los instantes.


   Adentro, el poeta admira su doble en el espejo: bajo sus pestañas, bajo el párpado destruido en su mejilla izquierda, los estragos del cansancio; está sucio y tiene barba de varios días. Su expresión, sin embargo, no es de miedo sino de resignación. Ante su dolor pasa su vida entera inscrita en un relámpago.


   Tiene ganas de llorar. En una esquina del lavabo descansa la navaja; en la otra, el jabón espumoso y una brocha despeinada. Lo atrae la hoja de acero con su resplandor de lluvia. La toma y sin dudarlo, con un movimiento seco, se la lleva al cuello desnudo. ¿Por qué no de una vez? ¿Por qué no acabar definitivamente con la angustia y la memoria, con su imagen? Bastaría aumentar la presión y olvidarse del pánico y del frío de una tajada. En unos segundos todo estaría consumado para siempre. No le falta valor, le sobra tristeza.

JORGE VOLPI - "Días de ira" - (2011)

Imágenes: Kevin Barranco

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