Desapegos y otras ocupaciones.

miércoles, 13 de septiembre de 2023

UN FULGOR NO CIENTÍFICO

 


 Lenz, el doctor Lenz B., es cirujano y su habilidad contenida, concentrada en la mano derecha, bien apoyada por una mano izquierda que hace de observador especializado, se hizo famosa en pocos años. Su mano derecha posee un aura, un fulgor no científico; un dedo supletorio, por así decirlo, el dedo invisible cuyo toque final es el que salva en los casos extremos. El doctor Lenz B. ha salvado a muchos hombres y mujeres.

   El bisturí reluce en su mano derecha; hay uno más en la combinación del instrumento médico y la mano de Lenz que obliga a los asistentes a cualquier operación a dirigir la mirada exclusivamente hacia aquella mano derecha. En una situación de frío intenso, aquella mano que sostiene el bisturí sería el fuego.

   Algunos llegaban incluso a hablar de sesiones de hipnosis: la absoluta y convincente lentitud de la mano derecha de Lenz se había convertido en un espectáculo de feria: las enfermeras asistentes y los médicos más jóvenes fijaban su instinto de observación más digno y contenían la respiración corno si asistieran a una película. La muñeca de Lenz parecía sostenida por un trozo de metal y no un brazo. Y lo que se movía eran los dedos; el bisturí era un instrumento sencillo con efectos mucho más amplios que un instrumento musical: la sensación de tragedia o la celebración que nacía de ese instrumento alcanzaba los límites. Precisa y profunda, la mano derecha expresaba con el bisturí los diversos grados de intensidad del mundo: allí, aquella música podía en verdad matar o salvar. El bisturí golpeaba el organismo, hurgaba en su interior, no lo rodeaba ni lo cercaba.



   Aquí no nos ocupamos de sentimientos, había dicho en cierta ocasión Lenz, sino de venas y arterias, de vasos que revientan y que debemos recuperar, de bultos que sueltan sustancias procedentes del interior que sin embargo parecen ajenas al cuerpo.

   El bisturí trataba de restaurar dentro del organismo un orden que se había perdido. Restablecía las leyes: si se conocía la causa, se adivinaban los efectos. Se trataba —Lenz así lo afirmaba a veces— de implantar una nueva monarquía; el bisturí anunciaba un nuevo reino: recomponía las carreteras del organismo, enderezaba las ruinas que aún se podían enderezar o, por el contrario, derribaba por completo lo que aún parecía vertical pero había perdido los cimientos para construir, con ese derribo, un nuevo campo horizontal; si todo se ha venido abajo y nada más se puede levantar, aceptemos este nuevo estado: tumbémonos y observemos, decía Lenz.

   La enfermedad, a su vez, era claramente una anarquía celular, un desorden, un quebrantamiento interno de normas que algunos calificaban incluso de divinas, pues eran anteriores a cualquier disposición del hombre. Un cuerpo no es una ciudad. Puede haber tenido un mapa previo, pero a los humanos no les ha sido concedido el privilegio de estudiarlo y de proponer alteraciones al mismo.

   Por supuesto, un nuevo mundo se abría paso. Una acción más poderosa había echado por tierra a los dioses; el brillo de las cosas era ya el brillo exclusivo de las cosas, una hoguera daba luz debido a su materia concreta, lo divino ya no era un elemento que ilumina más aún, era sencillamente otra cosa, ajena ya a la oposición claro/oscuro. La electricidad, decía Lenz, había convertido en ridículas ciertas intuiciones sobre lo divino. No se puede confundir lo que infunde temor y respeto con una electricidad potente.

GONÇALO M. TAVARES - "Aprender a rezar en la era de la técnica" - (2007)


Imágenes: Robyn Rich

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