Desapegos y otras ocupaciones.

viernes, 10 de febrero de 2023

CADA TERRITORIO TIENE SUS PELIGROS


Los cocodrilos venían cuando llegaba la sequía. Durante tres o cuatro semanas nos invadían el jardín y se iban con el primer aguacero. En La Portuguesa llovía casi todos los días y llamábamos la época seca a las semanas en las que llovía menos. En las que, más que llover, había un permanente chipi-chipi. Altagracia tuvo a su niño en la época de la sequía y no se separaba de él por miedo a que le hicieran algo los cocodrilos. Le daba el pecho y luego se quedaba acunándolo hasta que volvía a pedirle de comer, o hasta que ella se quedaba dormida, un instante, porque de inmediato despertaba, sobresaltada, imaginando que un cocodrilo le quitaba al niño de las manos. Todos sabíamos que eso podía pasar, ya habíamos visto cómo los cocodrilos se ensañaban con las criaturas indefensas. Pero yo necesitaba a Altagracia trabajando, haciéndose cargo de la casa, porque sin ella todo se venía abajo. Lo del niño había sido un accidente que ella se había empeñado en sostener, en cambiar ese mal paso por un deseo vehemente de ser madre que a mí me parecía un poco artificioso. En los últimos meses del embarazo se había vuelto un poco lunática, olvidaba las cosas, confundía las tareas y se hacía un lío a la hora de transmitir los mensajes al caporal, o al capataz o al cura, cosa que nunca antes le había pasado. Y ya que tuvo al niño se volvió loca pensando que se lo iban a quitar los cocodrilos. 



   Mientras no lo dejes por ahí, a la intemperie, no va a pasarle nada, Altagracia, le decía yo, pero cada noche dos o tres cocodrilos husmeaban por el jardín, rodeaban la casa y pegaban el hocico debajo de la puerta buscando el olor de la criatura. Yo estaba una noche en la cocina, fumando y considerando una oferta que me habían hecho por las tierras que tenía en la ladera del volcán, cuando oí los ruidos que hacía afuera un cocodrilo, parecían esos gruñidos tumultuosos que hacen los cerdos; podía ver debajo de la puerta su dura piel lustrosa, sus dientes puntiagudos. Lo primero que pensé aquella noche fue en pegarle un tiro y arrastrarlo al río, pero algo me detuvo, quizá no quería enemistarme con ellos, no parecía buena idea producir un muerto si lo que quería era tranquilizar a Altagracia para que volviera a hacerse cargo de la casa. El muerto habría querido decir tienes razón, hay peligro, es tan palpable el daño que estos animales pueden hacer a tu hijo que he tenido que matarlo. La selva nos había enseñado, desde siempre, que matar era un error a menos que lo hicieras para que no te mataran a ti. Y ese cocodrilo que husmeaba y resoplaba debajo de la puerta no me quería matar, olisqueaba y hacía ruidos de cerdo pero no quería matarme. Además iba a irse con el primer aguacero.

   Unos días más tarde le dije a Altagracia que Josefina, otra de las sirvientas, podía hacerse cargo de su hijo mientras ella se ocupaba de la casa. Para mi sorpresa aceptó inmediatamente, quizá se había fatigado de estar pegada al niño, o había entendido que los cocodrilos no podían hacerle nada si lo mantenía encerrado. Siempre habíamos tenido que lidiar con los cocodrilos, así como en otros sitios se cuidaban de los leones, de los osos o los búfalos, nosotros teníamos que lidiar con ellos, no nos podíamos distraer. Cada territorio tiene sus peligros. En el jardín había que andar con cuidado, bastaba con eso, pero, como dije, no podíamos distraernos porque ya una vez un cocodrilo se había llevado al jardinero, que era un viejo amable que sesteaba debajo del árbol de tamarindo. Le había partido el cuello de una mordida y después lo había arrastrado por todo el jardín hasta el río, dejando en la hierba un grueso rastro de sangre. 

JORDI SOLER - "Usos rudimentarios de la selva" - (2018)


Imágenes: Migwa Nthiga

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.