Desapegos y otras ocupaciones.

viernes, 2 de septiembre de 2022

PERO MIRABAN A MI MADRE


Como en casa el dinero andaba a caballo y nosotros a pie, cuando a la Oficina llegaba una película que a mi padre —sólo por el nombre del actor o de la actriz principal— le parecía buena, se juntaban las monedas una a una, lo justo para un boleto, y me mandaban a mí a verla.

Después, al llegar del cine, tenía que contársela a la familia reunida en pleno en la pieza del living.

(...) Algunos preguntarán por qué mi padre no iba él mismo al cine; por lo menos cuando daban una mexicana. Mi padre no podía caminar. Había sufrido un accidente de trabajo que lo dejó paralítico de la cintura para abajo. Ya no trabajaba. Recibía una pensión de invalidez que era una miseria, apenas alcanzaba para mal comer.

Ni decir que ni siquiera teníamos para una silla de ruedas. Para desplazarlo del comedor al dormitorio, o del comedor a la puerta de la calle —donde le gustaba beber su botella de vino rojo viendo pasar la tarde y a sus amigos—, mis hermanos le habían adaptado al sillón las ruedas de un triciclo viejo. El triciclo había sido el primer regalo de pascua de mi hermano mayor y sus ruedas no soportaban mucho tiempo el peso de mi padre, y se doblaban, y había que repararlas constantemente.

¿Y mi madre? Bueno, mi madre, después del accidente, abandonó a mi padre. Lo abandonó a él y a nosotros, sus cinco hijos. Así, ¡de un zuácate! Por eso en casa mi padre nos tenía prohibido hablar de ella; de la «pizpireta», como la llamaba con desdén.

«No me nombren a esa pizpireta», decía, cuando a alguno de nosotros, sin querer, se le escapaba la palabra mamá.



Luego, entraba en un mutismo del que costaba horas sacarlo.

(...) Recuerdo que cuando mi madre estaba con nosotros —antes de que ocurriera la desgracia— y éramos una familia completa, y mi padre trabajaba (y no bebía tanto), y ella lo recibía con un beso al llegar del trabajo, los fines de semana íbamos al cine los siete juntos.

¡Cómo me gustaba el ritual de prepararse para ir al cine!

«Hoy dan una de Audie Murphy», llegaba diciendo mi padre (por ese tiempo eran las estrellas las que daban categoría a las películas). Entonces nos poníamos nuestras mejores ropas. Incluso zapatos. Mi madre peinaba a cada uno de mis hermanos; los peinaba al limón y con la raya hecha como con regla. Menos a Marcelino, el cuarto de mis hermanos, que tenía el pelo duro como crin y lo peinaran como lo peinaran siempre le quedaba la cabeza como un libro abierto. A mí me hacía una cola de caballo apercollada con elásticos negros, tan rígida, que los ojos me quedaban a punto de saltar de la cara.



Siempre íbamos a la función de vespertina.

Eso me encantaba, pues el atardecer era para mí la hora más bonita de la pampa. Los últimos rayos del sol pintaban de oro el óxido de las calaminas y los colores del crepúsculo hacían juego con los pañuelos de seda que usaba mi madre.

Ella adoraba los pañuelos de seda.

Como se acostumbraba en la pampa, nos íbamos por el medio de la calle de tierra, de frente a los arreboles. A mi papá, que caminaba llevando del brazo a mamá, lo saludaban todos los hombres que pasaban.

«¡Buenas tardes, maestro Castillo!».

«¡Buenas, don fulano!».

Yo me fijaba que lo saludaban a él, pero miraban a mi madre. Es que ella era muy linda y joven, y al andar movía las caderas como las actrices de las películas.

Al llegar a la esquina del cine oíamos la música emergiendo de los viejos parlantes y el corazón se nos henchía de júbilo. En las afueras de la sala había carritos con embelecos. Mi madre compraba pastillas Pololeo, para ella y papa, y un cambucho de palomitas confitadas para cada uno de nosotros.

Entrábamos a la sala casi siempre de los primeros.

HERNÁN RIVERA LETELIER - "La contadora de películas" - (2009)



Imágenes: Felicia Chiao 

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