Desapegos y otras ocupaciones.

lunes, 6 de junio de 2022

¡YO NO ESTOY LOCA!

 


La psicoterapeuta de mi madre cobraba ochenta euros por hora y le llenaba la cabeza con las ideas más insólitas. Hubo una vez que le recomendó no esconder sus sentimientos y por eso la tuvimos meses llorando en las comidas, en las sesiones de televisión local de los domingos, ante el buzón de voz, escondida detrás de las puertas… Su última ocurrencia, que había recaído en nosotros, sus hijos, dio mucho juego aquella primavera.

La doctora Zaldíbar opinaba que la falta de comunicación de mi madre con sus hijos estribaba en que ella, debido a su larga «convalecencia», se había perdido parte de sus vidas, desconocía lo que ahora resultaba importante para ellos. Esa falta de conocimiento mutuo desencadenaba en los silencios repetidos que mi madre mencionaba en las consultas. De la noche a la mañana, porque si a alguien hacía caso Águeda, esa era a su psiquiatra, pasamos de engullir nuestros platos de comida en silencio a soportar interrogatorios que, en cualquier caso, cortaban el apetito.

—¿Qué tal el instituto, Kat? ¿Qué ha pasado hoy?

—Bah, nada nuevo. Se convocaron dos concentraciones a la misma hora; una por la víctima del atentado de ayer y otra por los etarras a los que detuvieron el martes en Irala. La gente comenzó a arrojarse piedras…

—Vaya… qué desagradable. ¿Y tú, Jorge? ¿Qué tal tus amiguitos?

—Bien, mamá. Como siempre.

—Bien, bien… ya veo. Todo marcha bien, ¿verdad?



Nadie contestaba y dejábamos hablar a Illargi. A ella, el repentino interés de nuestra madre, no le resultaba molesto. Los demás, mientras tanto, tratábamos de adivinar qué era exactamente lo que Águeda suponía que marchaba bien en nuestra familia.

—Katta, la doctora me ha pedido que te lleve conmigo a una de nuestras sesiones. ¿Podrás venir?

Aquello me pilló por sorpresa. Fingí no haberla escuchado y seguí comiendo, con la cabeza enterrada en el plato de verduras.

—¿El jueves te viene bien?

Seguí sin contestar. Jorge me pateaba las espinillas por debajo de la mesa y me susurraba al oído: «Estás tan loca como ella, vas a empezar a ir al matalocos».

—Yo sí quiero ir, mamá. ¿Puedo?

—No, Illargi. Va a venir tu hermana. ¿El martes te viene mejor, Kat?

Jorge seguía molestándome y pronto perdí los nervios. Me levanté, le golpeé la cabeza con la tapa de una cacerola y me puse a gritar.

—¡No me viene bien nunca, joder! No pienso ir contigo a ningún sitio, ¿entiendes? ¡Yo no estoy loca!

—Sí lo estás, sí lo estás, sí lo estás —mi hermano había puesto música a su afirmación y recorría la cocina canturreando y bailando, haciendo malabares con dos naranjas. Se divertía como nadie.

—Está bien, Kattalin. No es ninguna obligación. Te estoy pidiendo ayuda, puedes dármela o no. Tú eliges, ya eres mayorcita.



Hasta Jorge calló cuando la escuchamos hablar con tal seguridad. Por supuesto, el cambio no duró mucho. Pronto se dio la vuelta y se inclinó sobre el lavaplatos, llorando. Abrió el grifo y comenzó a fregar. Los sollozos se confundían con la presión del agua chocando contra los platos sucios. Al cabo de unos minutos, quiso enjugarse las lágrimas y se llevó las manos, cubiertas de detergente, a los ojos. Comenzó a brincar, chillando. Como estaba de espaldas a nosotros, ninguno supimos qué le había ocurrido hasta que la abuela y yo nos abalanzamos hacia ella y vimos espuma blanca saliendo por sus ojos.

—¡Epilepsia! ¡Epilepsia! —aulló la abuela, e Illargi, que nunca antes había escuchado la palabra, se sintió contagiada por la contundencia del término y comenzó a hacer los coros. Yo saqué un kleenex del bolsillo y mientras sujetaba a mi madre, que no paraba de moverse, le limpié los ojos.

—No seas histérica, joder. Solo te ha entrado jabón en los ojos.

Jorge comenzó a reír y esta vez su risa se nos contagió a todos. Hasta mi madre, una vez se hubo tranquilizado, dejó escapar una sonrisa.

—Está bien, Águeda. Iré contigo al puto psiquiatra.

Trató de abrazarme y me deshice de ella, pero aun así, volvió a sonreír. Hacía mucho que no la veíamos así. Desde que tomaba las pastillas del psiquiatra, apenas pestañeaba. La empujé hacia la mesa y seguí fregando los cacharros por ella. Jorge tomó un puñado de espuma del desagüe y lo dejó caer por sus labios, mientras gesticulaba y emitía sonidos agónicos, tratando de asustar a Illargi. Salieron corriendo hacia el pasillo y los dos anduvieron, durante horas, trotando por la casa.

AIXA DE LA CRUZ - "Cuando fuimos los mejores" - (2007)


Imágenes: Stephanie Rew 

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