Desapegos y otras ocupaciones.

sábado, 25 de junio de 2022

LA APARICIÓN DEL ÁNGEL

 


Toda historia tiene un tiempo y un lugar, sin embargo, lo que voy a contar ahora no ocurre en ninguna parte, y si tuviera que buscarle un tiempo debería decir que sucede a veces, en la madrugada, cuando la oscuridad es total y mi cabeza busca algo a qué aferrarse; algo sólido, que me tire hacia adentro, muy hondo, hasta dormirme.

Lo que quiero contar es la aparición del Ángel. En sí misma, la aparición no tiene nada de particular. Hay noches en las que muchas personas desfilan por mi cabeza. Las atrae un recuerdo de la infancia, una de esas pequeñas zonas áureas que quedan para siempre en el interior de cada uno: un cuento. El cuento dice que los seres que han muerto esperan, melancólicos, que alguien de este lado de acá los recuerde para no estar así definitivamente muertos. Entonces, en esas noches en las que busco algo que estire el tiempo hasta dormirme, hago vivir gente muerta. Fue por eso que la aparición del Ángel, luminosa entre tantas apariciones grises, me sobresaltó. Porque el Ángel no está muerto. Lo vi en la puerta de la casa del cuento. Mi imaginación domesticada repite esa convencional casita de ilustración, llena de cortinas a cuadros y tejas, donde los del otro lado esperan a que un recuerdo los vaya a buscar. No soy imparcial.


 Invariablemente, la que primero hace su aparición por la puerta de madera con tréboles calados es mi abuela, de traje oscuro, bastón y rodete inmaculado. La hago vivir un rato: conversamos, nos acordamos de momentos compartidos, nos reímos. Después, desaparece. Sigue mi otra abuela y, luego, por riguroso turno, personas a las que he querido mucho, poco o nada. Cuando los elegidos ya han hecho su parte (y son pocos) se me presenta un dilema moral: ¿por qué unos sí y otros no? ¿Puedo yo discernir, acaso, entre muertos buenos que merecen vivir un rato y malos que no lo merecen? Ni qué decir malos, sino simplemente chocantes, como aquella tía abuela Clota, que cuando nos besaba nos pinchaba toda la cara y a la que vi solamente dos veces. Es seguro que nadie se acuerda de ella ahora. La conciencia me hostiga y me rindo ante el imperativo del deber. En este punto, cómo no preverlo, por la puerta calada sale mi tía Prosperina, tan fea como fue en vida. Lo curioso es que no aparece vieja y marchita como yo la conocí sino que sale como era en 1928. Este extraño anacronismo se produce a causa de una foto suya pegada al álbum de mi abuela que suelo mirar: Prosperina de capelina, guantes y estola, mira la cámara sentada en un banco del Botánico. Ha querido perpetuarse en pose y tiene la cabeza ladeada y la sonrisa torcida. Del otro lado de la foto se lee: «A mi querido hermano Poroto desde este Buenos Aires maravilloso. 21/5/1928». Mi tía sale por la puerta verde con tréboles calados así, como en el Botánico. A veces, damos una vuelta alrededor de la casa. La hago vivir a desgano. No tengo mucho que decirle. Parece agradecida y no es para menos: nadie de este lado de acá debe acordarse de ella. Era odiosa y malpensada. No sé cuánto tiempo pasa porque ése es un tiempo diferente. Casi siempre el sueño me vence y me duermo. Por eso anoche, hace unas horas, la aparición del Ángel me sorprendió y me inquietó.



Antes que nada, debo decir que el Ángel no es ningún ángel con alas. Aunque muchas veces, en la casa grande de mi abuela, en aquellos veranos increíblemente largos, cuando nos quedábamos mirando en el comedor el cuadro del ángel dormido en el bosque, yo creía encontrar secretas correspondencias entre la imagen pintada y su cara. Pero bien, él quedó allá, él vive allá ahora, en aquel pueblo somnoliento y remoto de los veranos. Aquí y ahora, en la oscuridad, volví a cerrar los ojos y apareció otra vez en la puerta de la casita, el cuerpo frágil, la sonrisa enorme de siempre, las manos en los bolsillos. Abrí los ojos de par en par en la oscuridad: no debía permitir que el Ángel apareciera por esa puerta. Alguien puede pensar que éstas son fantasías, locuras mías. Para mí son cosas serias y tan reales como el sol de cada mañana o un tren que cruza la noche. No me quedé en la cama. Me puse un chal sobre el camisón y caminé descalza por la casa. Quería acordarme apropiadamente del Ángel. Vine a sentarme al patio. Me gusta sentarme aquí y mirar las estrellas entre las hojas de los árboles.

SYLVIA IPARRAGUIRRE - "En el invierno de las ciudades" - (1988)


Imágenes: Amanda (AKA Lola) 

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