Desapegos y otras ocupaciones.

miércoles, 15 de junio de 2022

LO ÚLTIMO QUE PAPÁ ME DIJO

 


Lo último que papá me dijo, la última palabra que oí de sus labios, fue Kamchatka.

Me dio un beso raspándome con su barba de días y se subió al Citroën. El auto se alejó sobre la cinta ondulante de la ruta, una burbuja verde que aparecía y desaparecía en cada lomada, más chiquita cada vez, hasta que ya no la vi más. Me quedé un rato ahí, la caja del TEG bajo del brazo, hasta que el abuelo me puso la mano en el hombro y me dijo vamos a casa.

Y eso fue todo.

Si es necesario puedo contar algo más. El abuelo decía que Dios está en los detalles. También decía otras cosas: que lo de Piazzolla no es tango, por ejemplo, y que lavarse las manos antes de mear es tan importante como lavárselas después, porque vaya a saber qué tocó uno, pero creo que ninguna de estas viene al caso.



La despedida ocurrió en un despacho de naftas de la ruta 3, a pocos kilómetros de Dorrego, en el sur de la provincia de Buenos Aires. Desayunamos los tres en el bar contiguo, papá, el abuelo y yo, café con leche y medialunas de grasa, en tazas de loza grandes como ollas que tenían el logo de YPF. Mamá también estaba pero se la pasó en el baño. Algo le había revuelto el estómago y no retenía ni los líquidos. Y el Enano, mi hermano menor, dormía despatarrado en el asiento trasero del Citroën. Siempre se movía sin parar durante el sueño, brazos y piernas, como si reclamase sus derechos sobre el absoluto, el rey del espacio infinito.

En ese momento tengo diez años. Soy un chico de apariencia normal, con la excepción, quizá, del pelo rebelde que tiende a alzarse sobre mi cabeza como un signo de exclamación.

Es primavera. Octubre brilla con una luz de oro en el hemisferio sur y ese día honra el precepto; la mañana es un palacio. El aire está lleno de esas semillas voladoras que en la Argentina llamamos panaderos, estrellas diurnas que atesoro dentro del hueco de mis manos y después libero con un soplo, alentando su busca de un suelo propicio.

(La frase el aire estaba lleno de panaderos hubiese hecho las delicias del Enano. Se habría tirado al suelo, agarrándose la panza y riendo como loco mientras imaginaba a los hombrecitos flotando como pompas de jabón, delantal blanco y morro enharinado.)



Me acuerdo hasta de la gente que rondaba la estación de servicio. El despachante de nafta, un gordo de bigotes y sobacos oscuros. El conductor de la Ika, contando un vuelto de billetes grandes como sábanas en su camino hacia el baño. (Lavarse las manos antes de mear, me corrijo, también viene al caso.) Y el mochilero que cruzaba el playón rumbo a la aventura de la ruta, barbas de profeta y cacharros de lata, campanadas que llaman a la contrición.

La nena deja de saltar la soga para mojarse el pelo debajo de la canilla. Ahora se lo estruja en su camino de regreso, agua cayendo sobre el polvo, drip drip. Las gotas que hace un instante estaban allí, escribiendo en morse sobre el suelo, se desvanecen más y más a cada segundo. Se están escurriendo entre las partículas minerales y orgánicas de la tierra, fieles al mandamiento gravitatorio, aprovechando el espacio que existe donde parece no haberlo, gotas que dejan jirones de su alma y dan vida a esas partículas mientras pierden la propia, en su marcha hacia el corazón ardiente del planeta, ese fuego donde la Tierra todavía se parece a lo que era cuando se formó. (En el fondo, uno siempre es igual a lo que fue.)

MARCELO FIGUERAS - "Kamchatka" - (2003)


Imágenes: Efi Logginou

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