Desapegos y otras ocupaciones.

jueves, 14 de octubre de 2021

EL TÍO HÉCTOR

 


Pasaron algunos años hasta que una vez, yo ya estaba de novia con este hombre, el tipo se apareció un domingo por Varela. En medio de una enorme raviolada, con guitarra y vino, en esas tardes interminables de domingo que se armaban en mi familia. El cabo golpeó las manos y pasó la tranquera como se hacía normalmente en la casa de tío Héctor. Se acercó a la mesa enfrentando la indiferencia de los presentes que tratábamos de no mirar porque sabíamos que algo malo iba a pasar. Cuando estuvo al lado de tío Héctor (que en ningún momento había dejado de comer y hablaba de fútbol como si ningún extraño estuviera ahí), el cabo se desprendió las jinetas y se las guardó en el bolsillo. Recién entonces habló:

   —No vengo como militar, don Héctor. Vengo, después de tantos años, como amigo —le dijo.

   Recién entonces tío Héctor reparó en él, lo miró y lo invitó a compartir su mesa. Una invitación que en un hombre como él era todo un símbolo, un símbolo serio. El cabo aceptó. Comieron, terminaron el vino y el café y los dos pasaron a la casilla para hablar en privado. Salieron a la hora y media, más o menos. El cabo con las jinetas ya puestas, tío Héctor con un bolso de lona verde. Así: a los cuarenta y pico de años, con tres mujeres y trece hijos, tío Héctor hizo finalmente el servicio militar. Y lo hizo solamente porque el cabo se lo pidió de la manera adecuada. Ya no quedan hombres así, creo. Al menos hoy no conozco ninguno.




   Me gustaría que Gabriel escribiera sobre tío Héctor, una historia que contara cómo era él, cómo sentía la amistad y la palabra como un deber. Tío Héctor adoraba a Gabriel y a Alejandro, y ellos a él. Y pudieron disfrutarlo hasta bastante grandecitos. Escucharon sus historias de primera mano. Esa vida de película que tuvo. Criado en la calle, se hizo a sí mismo. No son sólo palabras, es una verdad grande como una casa. Aprendió a leer y a escribir a los treinta años, solo. Aprendió a manejar colectivos solo también, y su manera de ver la vida, sus códigos, el valor que le daba a la palabra y a la amistad, no se los había enseñado nadie.

   —Nunca nadie me explicó nada, todo me lo explicó la vida, nena, a los tortazos —me dijo una vez.

   Siempre decía lo que tenía en mente, y su única regla moral era que si sentía que una cosa era buena para él y no molestaba a nadie, era buena y punto. De hecho tenía tres mujeres, y vivía con las tres, todos juntos. Las mujeres de tío Héctor se trataban entre sí de comadres. Una solución bastante elegante a una situación un poco difícil de explicar. A los chicos yo les decía «vayan a saludar a las tías», y ellos iban y vaya una a saber qué idea se hacían del asunto. Algún día les voy a preguntar. Sobre todo a Gabriel, que se acuerda tan bien de todo. Las tías Negra, Porota y Chola. Elegir un orden para nombrarlas era todo un problema. Más de la mitad de los trece hijos no eran de él, sino que habían venido ya con cada madre. El mayor, por ejemplo, era un negro que le llevaba tres años. ¡Le llevaba tres años y le decía papá o señor! Hijo de mi tía la Negra y su primer marido, descendientes de caboverdianos, del Dock Sud. La misma que después de la muerte de tío Héctor se fue a vivir al Uruguay. Tío Héctor le había puesto Morcilla, y después hasta la madre le decía así. A él le encantaba poner apodos. A otro le puso Agregado, y no era hijo de ninguna de las tías ni tampoco de él. Como suena. Es que un mediodía, ay Dios este hombre, el chico vino de la calle y se sentó a comer, solito, sin que nadie lo hubiera llamado. Tío Héctor esperó que se le apagara el hambre, llamó a las tres tías y les dijo que prepararan un catre en una de las piezas, porque capaz que se agrandaba la familia. Llamó al chico y le dijo que se sentara frente a él.

   —Limpiesé la boca primero —dicen que le dijo. El chico le hizo caso y tío Héctor esperó—. Usted parece derecho, al menos tiene buenos modales para comer. —Y después se lo preguntó, sin vueltas—: Digamé, ¿tiene padre o madre?

   La tía Porota siempre cuenta que en los ojos del chico se pudo leer la respuesta. Tío Héctor no esperó:

   —Ahora tiene —le dijo tío Héctor, se levantó y se fue a dormir la siesta.

PABLO RAMOS - "En cinco minutos levántate María" - (2010)


Imágenes: Ingrid Weyland

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.