Desapegos y otras ocupaciones.

domingo, 17 de enero de 2021

MI MADRE ME LEÍA LIBROS TODAS LAS NOCHES

 


 Mi madre me leía libros todas las noches, sentada en la orilla de mi cama. Ella era la rapsoda; yo, su público fascinado. El lugar, la hora, los gestos y los silencios eran siempre los mismos, nuestra íntima liturgia. Mientras sus ojos buscaban el lugar donde había abandonado la lectura y luego retrocedían unas frases atrás para recuperar el hilo de la historia, la suave brisa del relato se llevaba todas las preocupaciones del día y los miedos intuidos de la noche. Aquel tiempo de lectura me parecía un paraíso pequeño y provisional —después he aprendido que todos los paraísos son así, humildes y transitorios—.

 Su voz. Yo escuchaba su voz y los sonidos del cuento que ella me ayudaba a oír con la imaginación: el chapoteo del agua contra el casco de un barco, el crujido suave de la nieve, el choque de dos espadas, el silbido de una flecha, pasos misteriosos, aullidos de lobo, cuchicheos detrás de una puerta. Nos sentíamos muy unidas, mi madre y yo, juntas en dos lugares a la vez, más juntas que nunca pero escindidas en dos dimensiones paralelas, dentro y fuera, con un reloj que hacía tictac en el dormitorio durante media hora y años enteros transcurriendo en la historia, solas y al mismo tiempo rodeadas de mucha gente, amigas y espías de los personajes.


(...) De niña creía que los libros habían sido escritos para mí, que el único ejemplar del mundo estaba en mi casa. Estaba convencida: mis padres, que durante aquella época de su vida eran gigantes espléndidos y todopoderosos, se habían ocupado, en sus ratos libres, de inventar y fabricar los cuentos que me regalaban. Mis historias favoritas, que yo saboreaba en la cama, con la manta hasta la barbilla, en la voz inconfundible de mi madre, existían, claro está, solo para que yo las escuchase. Y cumplían su única misión en el mundo cuando yo le exigía a la giganta narradora: «¡Más!».

 He crecido, pero sigo manteniendo una relación muy narcisista con los libros. Cuando un relato me invade, cuando su lluvia de palabras cala en mí, cuando comprendo de forma casi dolorosa lo que cuenta, cuando tengo la seguridad —íntima, solitaria— de que su autor ha cambiado mi vida, vuelvo a creer que yo, especialmente yo, soy la lectora a quien ese libro andaba buscando.

IRENE VALLEJO - "El infinito en un junco" - (2019)

Imágenes: James Bruce

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