Desapegos y otras ocupaciones.

jueves, 14 de enero de 2021

HAY FELICIDADES QUE DURAN SEGUNDOS

 


 La conocí en Madrid, un fin de semana libre, en el bar de copas en el que por entonces ella trabajaba de camarera. Estábamos en primavera, detalle intranscendente, pues a las historias de amor cualquier estación les sienta bien. En cierto modo todo comenzó allí. La piel, las canciones, los tiros. El mundo, mi vida.

Todo.

Fue en 1988. Lo que cuento aquí sucedió, pues, hace ya muchos años, en una época más libre y salvaje, como el jinete de la película de Jane Fonda. En algunos aspectos mejor; en otros, peor. Los de piel fina deberían tenerlo en cuenta. 

(...) Yo iba solo, como de costumbre. Al abrir la puerta me llegaron los primeros acordes de Good vibrations, de los Beach Boys. Ahhh… I love the colorful clothes she wears

Y la vi.

Fue verla y que me hiriera un rayo que todavía no ha cesado. El bar estaba bastante concurrido, pero para mí fue como si solo estuviésemos nosotros dos.

Elsa tenía veinte años y yo, veinticinco. A esas edades, ella se creía que tenía derecho a ser feliz y yo empezaba a dudarlo. Y sin embargo fue entonces cuando encontré la felicidad.

Me duró dos años.

No está nada mal. Hay felicidades que duran segundos.

Si la hubiera visto Ariosto, habría dicho eso de que la naturaleza la hizo y después rompió el molde. Tenía una bonita melena rubia y vestía falda escocesa, blusa blanca y unos zapatos rojos con tacón, más apropiados para atraer las miradas de los varones que para trabajar tras una barra. Mi primer impulso fue huir. Los cinco siguientes, acercarme. Probé un recurso desesperado: imaginarla con cincuenta años. Con sesenta. Con setenta. No surtió efecto. Hasta entonces me había enamorado dos veces, una en el colegio y otra en la universidad. Pero aquello que sentía ahora era nuevo y sospeché que, en realidad, nunca me había enamorado. Desvié la mirada. No quería enfrentarme a sus ojos. No quería saber su nombre. Quería huir. Quería saber su nombre. Quería llevarla a mi pensión.

Se acercó para atenderme. Soy un imán para las mujeres, y más si son camareras. Era delgada y tenía los ojos verdes, de ese verde que a veces se vuelve azul o gris, de ese verde que te hace dudar si es azul o gris, y entonces la chica saca la errónea conclusión de que no te fijas de verdad en ella. Su cara resplandecía, alegre, pero, me pareció, dejaba traslucir que había sufrido. Según Oscar Wilde, en el amor comienza uno por engañarse a sí mismo y a veces logra engañar al otro.

MARTÍN CASARIEGO - "Yo fumo para olvidar que tú bebes" - (2020)

Imágenes: Johan Swanepoel

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