Desapegos y otras ocupaciones.

viernes, 27 de noviembre de 2020

BUDA EN EL ÁTICO

 


(...) La mayoría de las que viajábamos en el barco éramos vírgenes. Teníamos el pelo largo y negro y unos pies anchos y planos, y no éramos muy altas. Algunas sólo habíamos comido gachas de arroz cuando éramos niñas, y nuestras piernas estaban ligeramente arqueadas. Algunas sólo teníamos catorce años y seguíamos siendo unas niñas. Algunas veníamos de la ciudad y lucíamos ropa cosmopolita moderna, pero la mayoría venía del campo y viajábamos con los mismos kimonos viejos que llevábamos puestos desde hacía años: unas prendas desvaídas y heredadas de nuestras hermanas que se habían zurcido y remendado muchas veces. Algunas éramos de las montañas y jamás habíamos visto el mar, excepto en las fotografías, y algunas éramos hijas de pescadores que habían convivido toda la vida con el mar. Quizás habíamos perdido a un hermano o a un padre en el mar, o a un novio, o tal vez alguien a quien amábamos se había arrojado al mar para alejarse a nado. Esta vez éramos nosotras las que teníamos que partir.

  (...) La mayoría de las que viajábamos en el barco teníamos talento, y estábamos seguras de que seríamos buenas esposas. Sabíamos cocinar y coser. Sabíamos servir el té y juntar un ramo de flores, y sentarnos en silencio sobre nuestros pies anchos y planos durante horas, sin decir nada mínimamente interesante. Una chica debe fundirse en la habitación: debe estar presente sin parecer que existe. Sabíamos cómo comportarnos en los funerales, cómo escribir poemas breves y melancólicos sobre el paso del otoño que tenían exactamente diecisiete sílabas de largo. Sabíamos cómo sacar las malas hierbas, trocear leña y cargar agua, y una de nosotras, la hija del molinero de arroz, podía recorrer tres kilómetros hasta la ciudad con un saco de treinta y cinco kilos de arroz cargado a sus espaldas sin que se rompiera. Todo depende de la respiración. La mayoría había aprendido buenos modales, éramos sumamente educadas, salvo cuando enloquecíamos y proferíamos insultos como los marineros. La mayoría de nosotras hablaba como señoritas la mayor parte del tiempo, con un tono de voz agudo, y fingíamos saber mucho menos de lo que sabíamos, y cuando pasábamos por delante de los marineros de cubierta nos asegurábamos de caminar con pasos cortos y los dedos encogidos. Nuestras madres nos lo habían advertido en muchas ocasiones: «¡Camina como se hace en la ciudad, no como hacemos en el campo!».

  (...) Cada noche en el barco nos acurrucábamos en las literas y nos pasábamos horas charlando sobre el continente desconocido que se abría ante nosotras. Se decía que sus gentes sólo comían carne y que sus cuerpos estaban cubiertos de cabellos (la mayoría éramos budistas y no comíamos carne, y sólo teníamos vello en los lugares adecuados). Los árboles eran enormes. Las llanuras eran extensas. Las mujeres hacían ruido y eran altas —superaban en una cabeza entera, según habíamos oído, a nuestros hombres de mayor estatura—. El idioma era diez veces más difícil que el nuestro y tenían unas costumbres extrañas e insondables. Leían los libros al revés y se bañaban con jabón. Se sonaban la nariz con unos pañuelos sucios que luego devolvían al bolsillo y volvían a utilizar al cabo de un rato, una y otra vez. Lo opuesto al blanco no era el rojo, sino el negro. ¿Qué sería de nosotras, nos preguntábamos, en una tierra tan desconocida? Nos imaginábamos a nosotras mismas —personas por lo general bajitas y armadas con nuestros manuales— entrando en una tierra de gigantes. ¿Se reirían de nosotras? ¿Nos escupirían? O, lo que sería aún peor, ¿no nos tomarían en serio? Pero incluso las más reticentes teníamos que reconocer que era mejor casarse con un desconocido en América que envejecer junto a un granjero del pueblo. Porque en América las mujeres no tenían que trabajar en los campos, había mucho arroz y leña para todos. Y allí donde ibas, los hombres te abrían las puertas y se sacaban los sombreros y te decían: «Las mujeres primero», y, «después de usted».


  (...) La más joven de nosotras tenía doce años, era de la costa este del lago Biwa, y aún no tenía el período. Mis padres me casaron para conseguir el dinero de la dote. La mayor tenía treinta y siete años, era de Niigata y se había pasado toda la vida cuidando a su padre inválido, cuyo reciente fallecimiento la había alegrado y entristecido al mismo tiempo. Sabía que sólo me casaría cuando él muriera. Algunas éramos de Kumamoto, donde no había hombres casaderos. Todos los casaderos se habían marchado el año anterior para buscar trabajo en Manchuria, y nos sentíamos afortunadas por no hallar marido alguno. «Eché un vistazo a su fotografía y le dije a la casadera: “Éste me vale”». Una de las nuestras procedía de una aldea dedicada a tejer seda en Fukushima y había perdido a su primer marido debido a la gripe; perdió a su segundo marido por una mujer más joven y hermosa que vivía al otro lado de la colina, y ahora viajaba en barco a América para casarse con el tercer marido. «Está sano, no bebe, no juega, es lo único que necesito saber». Una de las nuestras era una antigua bailarina de Nagoya que iba elegantemente vestida, su piel era de un blanco translúcido, y sabía todo lo que había que saber sobre los hombres. Cada noche nos dirigíamos a ella con nuestras preguntas. ¿Cuánto tiempo dura? ¿Con la luz encendida o apagada? ¿Con las piernas levantadas o bajadas? ¿Con los ojos cerrados o abiertos? ¿Qué pasa si no puedo respirar? ¿Y si tengo sed? ¿Y si él pesa demasiado? ¿Y si es demasiado voluminoso? ¿Y si no me desea en absoluto? «En realidad, los hombres son bastante sencillos», nos decía. Y entonces nos lo explicaba todo.

JULIE OTSUKA - "Buda en el ático" - (2011)

Imágenes: Audrey Kawasaki

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.