Desapegos y otras ocupaciones.

martes, 15 de septiembre de 2020

HISTORIA DEL DINERO


 
Con el correr del tiempo, él cree comprender que la vida —eso que parece tan común, tan ecuánimemente distribuido— es en realidad un bien escaso y aflora donde él en principio no habría esperado encontrarlo: niños, mendigos, perros vagabundos, dementes —los únicos, según su padre, que cumplen con la única condición que la vida exige para ser vida verdadera: atreverse a desafiarlo todo. El chico descalzo que mete su mano sucia por la ventanilla del auto parado en el semáforo, el pordiosero aullando en un zaguán envuelto en bolsas de basura, el cachorro que olisquea sin pudor la vulva de la afgana arrogante, el loco y su mundo privado de soles incandescentes y órganos que se devoran a sí mismos: son las únicas anomalías felices que su padre parece reconocer en ese teatro unánime de muertos. Hay más vida ahí, dice, en esos cuerpos llenos de callos, costras, cicatrices, en esa intemperie humana, que en cualquier otra parte.


   (...) Sin duda: el dinero no cambia. Es una de sus leyes secretas, milagrosas. Todo lo demás sí. Él, por lo pronto: más viejo, más vil, más cobarde. Como siempre que decide quedarse solo, en esa oscuridad húmeda pero siempre acogedora que conoce tan bien, que no tarda en volvérsele irrespirable pero a la que vuelve periódicamente sin esperanzas, con una sed de adicto o de huérfano, sabe que si cuenta con alguien, ése es su padre. De modo que va a la agencia de viajes, deposita el fajo de dólares sobre su escritorio y le pide que le arme un viaje a Europa a medida. De modo que el dinero vuelve a desaparecer, a traducirse: países, puentes, pocilgas, periódicos, paraguas. Vuelve enfermo, más gordo, con una muela partida (un falafel criminal, preñado de durezas no identificadas), una tendinitis en el tobillo derecho (semanas caminando con el canto del pie para no mojarse la suela agujereada del zapato con las lluviosas veredas europeas) y sin ropa (su valija varada en el purgatorio de los equipajes).


   (...) La escena se repite tres veces, idéntica, a lo largo del viaje, pero su nube de incógnitas lo persigue durante años. Nunca termina de explicarse cómo su padre puede llamar «amigo» a alguien que le debe dinero. El problema no es la condición de deudor, que de hecho no le resulta desconocida. Cuántas veces escucha a su padre gritar que le deben dinero. Todos, todo el tiempo, le deben dinero. Es como si el mundo se dividiera en dos: su padre, solo, y una vasta marea de deudores que lo martirizan. Lo que se le hace difícil de entender es por qué lo proclama de ese modo. Hay algo allí de queja (como si el dinero que le deben fuera una maldición que sólo pudiera conjurar gritándola), pero también cierta desconcertante vanagloria que hace de su condición de acreedor un privilegio, uno de esos dones milagrosos —ser fértil en un mundo esterilizado por la radiación atómica, poder hablar o razonar en un planeta de bestias— con los que la providencia bendice a los héroes de las películas de apocalipsis. En realidad, lo que lo perturba es el dinero mismo. No consigue hacer coexistir la amistad y el dinero sin escandalizarse. Es como si, por efecto de un desarreglo cósmico insólito, dos reinos radicalmente extranjeros se intersectaran en una provincia inaudita, de la que quién sabe qué especies, qué plantas aberrantes nacerán. Y como no se lo explica, naturalmente, empieza a hacer conjeturas.

ALAN PAULS - "Historia del dinero" - (2013)

Imágenes: Trash Riot

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